Gustavo Esteva
Es útil preguntarse por qué el principal desafío de los elegidos el primero de julio no aparece entre las promesas e intenciones que anunciaron a lo largo del mes. Quizá no sepan qué hacer ante él. O acaso lo que piensan es inconfesable.
El régimen político mexicano se asoció por 90 años con las sucesivas encarnaciones del PRI. Esa era ha terminado. La franquicia llamada PRI sigue presente, lo mismo que el Estado-nación democrático, la forma política del capitalismo. Pero llegó a su fin la forma específica que adoptó en México ese régimen a partir de 1928. El primero de julio podría haberse puesto en su ataúd uno de los últimos clavos.
Fue un proceso largo, décadas de autodestrucción. Hasta hace un mes, sin embargo, se consideraba posible que los restos del PRI permanecieran como una fuerza política de primera magnitud, para seguir alimentando la esperanza de resurrección. No se preveía su virtual extinción. Que el PRI no haya ganado una gubernatura, un solo diputado o alguno de los municipios importantes en juego fue una sorpresa. Desapareció, literalmente, del mapa electoral. Y esto fue apenas síntoma de lo que en realidad había desaparecido.
Las patéticas declaraciones de los dirigentes del PRI son reveladoras. Se angustian ante un cadáver cuya condición no quieren reconocer. Decir que parecen gallinas sin cabeza es a la vez metáfora y descripción del estado de cosas.
Es difícil pensar que Ulises Ruiz cree lo que dice. Pero es un exceso que exija devolver el PRI a sus dueños, los militantes. ¿Cómo y cuándo les perteneció? El PRI nunca fue partido de militantes. Nació como criatura gubernamental, desde arriba, con una estructura corporativa, y se mantuvo en esa condición hasta su muerte. Dulce María Sauri, que algo sabe del asunto, hizo un diagnóstico preciso: el PRI enfrenta la irrelevancia porque las termitas desmantelaron sus cimientos. No dio nombres, pero todo mundo las conoce.
Miguel de la Madrid practicó el primero de sus golpes de Estado mediante la exclusión de la vieja clase política. Salinas usó los recursos de la privatización en programas sociales que individualizaban la pobreza, con un diseño del Banco Mundial que liquidaba las formas tradicionales de control político, pero no pudo dejar armado el sustituto partidario que organizaba. Zedillo terminó la tarea, al lograr que el PRI cediera la presidencia. Perdida literalmente la cabeza, se convirtió en una coalición inestable de mafias, las cuales reprodujeron la estructura vertical a escala regional y estatal. Usó su control del Congreso para dotarse de abultadas prerrogativas. Las combinó con recursos de gubernaturas y municipios, programas sociales, moches y otras fuentes para mantener el flujo de fondos que controlaba voluntades mediante sueldos, prebendas, complicidades y garantías de impunidad. Se recurría además a la intimidación, la cárcel y el asesinato, y estos mecanismos de coerción se fueron entretejiendo con los de otras organizaciones criminales, como las del narco, a las cuales se asoció.
El dispositivo se agotó. Los dirigentes del PRI tenían clara consciencia del proceso autodestructivo, que a veces trataban de detener o compensar, pero aparentemente no se dieron cuenta de que el impulso principal para su desmantelamiento venía de abajo. Hasta días antes de la elección se daban ánimo unos a otros; estructura mata encuesta, decían, confiados en que sus 8 millones de promotores producirían el primero de julio los 24 millones de votos que necesitaban. No se enteraron que la estructura misma había desaparecido. No lo saben aún. Fondos, huesos y edificios que aún tienen les permiten creer que el PRI todavía está ahí. Pero ya no está. El dispositivo que caracterizaba al régimen político mexicano desapareció.
Como Morena controla ahora algunos de sus componentes más importantes –el Poder Ejecutivo, los Congresos, los municipios clave– cunde la tentación de que tome en sus manos el aparato, que se asuma como sustituto del PRI. Además de un crimen, intentarlo sería un gravísimo error. La que se llamó presidencia imperial no existe ya. Pretender que AMLO opere en esos términos es una ilusión peligrosa, que se alimenta ya con acuerdos cupulares, particularmente con empresarios, que tienen toda la marca de los viejos usos y costumbres.
El dispositivo que caracterizó al régimen político mexicano era mucho más que las posiciones formales que hoy detenta Morena. Los chapulines se acomodarán sin dificultad al nuevo estado de cosas, en posiciones burocráticas o políticas. Algunos elementos de la estructura podrán transferirse. Pero lo que fue el PRI ya no está ahí. Hemos entrado en territorio desconocido, tan lleno de riesgos como de oportunidades. Hábitos formados en 90 años no desaparecen fácilmente… aunque ya no tengan en qué sostenerse.
Lenin ha pasado de moda, pero uno de sus dichos parece muy pertinente: Los de abajo ya no quieren vivir como antes. Los de arriba ya no pueden gobernar como antes.
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