Carlos Bonfil
▲ “En la actual crisis migratoria en Europa, El insulto adquiere toda la pertinencia imaginable.”Foto grama de la cinta del director libanés Ziad Doueiri.
Del agravio personal al resentimiento político. La trama de El insulto (L’insulte, 2017), la cinta más reciente del director libanés Ziad Doueiri (West Beirut,
1998), es muy sencilla. A raíz de un pequeño altercado verbal entre
Toni Hanna (Adel Karam), dueño de un taller de reparaciones de autos y
simpatizante de la derecha cristiana libanesa, y Yasser (Kamel El
Basha), un capataz de origen palestino que de modo comprensible aunque
imprudente señala a Toni la fuga de agua que desde lo alto de su
departamento moja a los peatones, se origina un pleito judicial que
rápidamente escala y se vuelve asunto de una polarización política
nacional.
Para entender mejor la dimensión del encono es preciso tener
presentes, mínimamente, ciertos antecedentes históricos a los que la
cinta alude: una sangrienta guerra civil iniciada en los años 70 y que
en principio concluye en 1990, pero cuyas secuelas persisten hasta
nuestros días; también la figura de Bachir Gemayel, líder cristiano
carismático y muy popular que en tanto presidente electo fue asesinado
en Líbano en 1982; y finalmente, la presencia en el país de una minoría
de refugiados palestinos cuya integración cultural y política ha sido
particularmente difícil. Huelga señalar que en el clima actual de crisis
migratoria en Europa, la película El insulto adquiere toda la
pertinencia que cabe imaginar, pudiéndose transplantar la espiral de
agravios y rencores a varias regiones del continente, sin hablar de lo
que los espectadores pudieran imaginar, como trama parecida, en alguna
de nuestras dos fronteras.
La cinta hace énfasis especial en el poder explosivo del lenguaje. A
la primera descalificación verbal teñida de racismo que profiere el
cristiano libanés Toni,
los palestinos nunca pierden la ocasión de perder una ocasión, le sigue, en el calor de la disputa, otra frase más brutal e irreparable:
Me habría gustado que Ariel Sharon los hubiera aniquilado a todos.
Poco importan ya los esfuerzos diplomáticos por apaciguar los ánimos
del fundamentalismo que encarna Toni o la rabia que se apodera de Yasser
cuando ve rotos los puentes de un entendimiento civilizado. Tampoco las
disculpas escatimadas u ofrecidas a destiempo ni la labor impotente de
los escasos intermediarios pacificadores lograrán disipar un agravio que
es sólo un pretexto para volver a atizar un fuego mal apagado o para
abrir de nuevo heridas mal sanadas. El asunto llega hasta los tribunales
de los que también resultará algo iluso esperar una imparcialidad
verdadera. Y sin embargo, la fábula moral que propone el director es un
poderoso alegato en favor de la tolerancia.
La película de Doueiri muestra, sin un asomo de ingenuidad, la
confrontación innegable de posturas en apariencia irreconciliables tanto
en el terreno religioso (Islam y cristianismo) como en el político
(izquierda y derecha), y el caos que puede producir una palabra
desafortunada capaz de interpretarse de maneras aún más lamentables. Una
sola palabra o un simple tuit si la escala sube hasta el capricho de un
tirano veleidoso. Viene luego el peso de la historia, de las viejas
guerras fratricidas o los conflictos territoriales que se creían
superados y que con la intervención de los medios o las redes sociales
cobran una virulencia nueva. Los únicos perdedores en esos desencuentros
y animosidades son quienes creyendo vivir en el mejor de los mundos
posibles, cierran los ojos o voltean la mirada, niegan con una retórica
hueca los agravios e injusticias, para luego escandalizarse por la
persistencia de un rencor social para ellos incomprensible o
injustificado. Los personajes de El insulto son víctimas de una
ceguera moral compartida, de la irracionalidad de un entorno social
cargado de violencia latente e incapaces de vislumbrar el perdón como
última estrategia de salvación personal. La cinta transcurre en buena
medida en los tribunales, pero el asunto es más moral que jurídico. La
obra más reciente de Ziad Doueiri evita caer en lo convencional y lo
maniqueo, sencillamente porque de modo muy lúcido sabe abordar una
complejidad histórica. Se vuelve así una clara lección de humanismo,
algo más valioso de lo que muchos espectadores suelen esperar de una
buena cinta.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: Carlos.Bonfil1
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