Lorenzo Meyer
Más de un observador explica la evidente polarización que caracteriza hoy al México político por la personalidad del jefe del Estado. Explorar alternativas puede llevar a tesis más sugerentes.
Por siglos la mexicana ha sido una sociedad polarizada. Esa característica le saltó a la vista a Alexander von Humboldt cuando visitó nuestro país cuando aún era Nueva España; a Andrés Molina Enríquez cien años más tarde al identificar nuestros grandes problemas nacionales o a José Iturriaga al explorar la estructura social y cultural de México en el arranque de la post-revolución. Desde entonces se han multiplicado los estudios del fenómeno y todos concluyen con variantes de la observación de Humboldt formulada hace más de dos siglos: “México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortuna, civilización, cultivo de la tierra y población”. En 2018, la CEPAL encontró que el 20% de los mexicanos más pobres viven con el 6% del ingreso total mientras que el 20% más afortunado disfruta del 48%. En 2015, Gerardo Esquivel calculó que el 1% se queda con el 22% de ese ingreso.
Durante largos períodos esta polarización de la sociedad no se reflejó con igual claridad en la esfera de la protesta popular. Antes de 1810 hubo brotes serios de descontento —tumultos de la “chusma”—, como ocurrió en San Luis Potosí en 1767, pero obedecieron a agravios locales y no a un rechazo general del régimen colonial. En los siglos XIX y XX las cosas cambiaron y ocurrieron rupturas muy violentas de la paz, pero combinadas con los períodos de pax porfirica y priista.
Justo en esos períodos de ausencia de polarización política en la superficie, en la base socio económica se ahondó la polarización económica, social y cultural. Esa tranquilidad que algunos hoy echan de menos estaba montada en bases que fomentaban el mantenimiento de la marginación, la explotación de conjuntos sociales que, sumados, equivalían a la mayoría de la población.
Las enormes contradicciones entre los intereses de grupos y clases sociales cubiertas por los consensos porfirista o priísta, dieron a los beneficiados de esos arreglos un falso sentido de seguridad. La Revolución Mexicana puede interpretarse como el precio que la oligarquía porfirista —y México en su conjunto— debió pagar por descuidar el arreglo social en que prosperó. La Revolución aprendió la lección, hizo la reforma agraria, organizó a los asalariados, nacionalizó el petróleo, creó instituciones de seguridad social, expandió la educación pública, etc. Sin embargo, con el tiempo se confió, sus dirigentes corrompieron todo el aparato institucional y cambiaron el proyecto nacional, como bien lo advirtió y denunció desde 1947, Daniel Cosío Villegas. Una nueva oligarquía remplazó a la antigua.
La fuerza antisistema que tomó el gobierno por la vía electoral en 2018 se ha propuesto cambiar la orientación del poder enarbolando un leitmotiv: “primero los pobres”. Intenta formar una estabilidad política que ya no encubra las complejas contradicciones de la sociedad mexicana del presente, sino que las disminuya. Tamaña operación no puede tener lugar sin herir a intereses creados, sin despertar el descontento e irritación de los acostumbrados a que los escalones bajos de la sociedad acepten como natural soportar el peso de los superiores.
El reajuste de las relaciones sociales mexicanas debió hacerse hace tiempo, pero no hubo la voluntad de emprender tamaña empresa. Hoy ese reajuste o modernización es una tarea más difícil, pero mejor ahora que esperar a que una creciente presión desemboque en otro conflicto social más agudo y costoso.
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