La llegada del alba
Los últimos tres años de la primaria, la hora del recreo me la pasé con orejas de burro, viendo hacia la pared en la dirección del colegio. Fue mi castigo en absolutamente todos los recreos, no hubo uno solo que pudiera disfrutar. Siempre deseé más, anhelé más a lo que mis circunstancias de vida me lo permitieron, siempre soñé con la libertad y la equidad desde muy corta edad. Entonces fui una niña tremenda que se salió de la norma, llena de energía, que se creía una cabrita más de la manada que pastoreaba, nunca llegó a rebaño. En los recreos pedía juego cuando los niños, mis compañeros de salón, se ponían a jugar fútbol, no me daban juego porque era niña, cosa que me enfurecía, entonces los retaba a las trompadas y siempre terminaba ganando.
Para cuando el profesor llegaba ya se me había deshecho el ruedo del uniforme, rodado revés y derecho en el tierrero del patio y me habían despeinado toda de las jaloneadas de pelo que me daban los patojos, porque siempre tuve el pelo largo como charral. Es otra de mis rebeldías. El profesor me levantaba de una patilla de la oreja y me llevaba así a la dirección donde estaba la directora y le decía que me había encontrado peleando con los niños, mi castigo: colocarme las orejas de burro que tenían hechas de papel construcción y me decían que me volteara hacia la pared. Nunca llevaron a la dirección a ninguno de mis compañeros, la castigada siempre fui yo. ¿Tal vez si los niños me hubieran doblegado en las peleas la historia hubiera sido otra? Lo cierto es que nunca fui una niña débil por fuera, todo lo contrario por dentro. Nunca escuché decir al profesor o a la directora que las niñas también teníamos derecho a jugar fútbol, al contrario, cuando sabían mis razones me decían que las niñas jugábamos muñecas, trastecitos, cosas de niñas no de niños. Y yo siempre, toda mi vida he hecho cosas de niños porque nunca he creído que exista algo que las mujeres no podamos hacer, el precio que he pagado ha sido alto, pero sigo insistiendo porque soy por naturaleza una cabra loca y al final de cuentas, las mulas siempre tiramos pal monte.
Para los días de fin de año, en una de esas tantas veces que el profesor me levantó de las crines, en lugar de llevarme a la dirección para mi castigo con las orejas de burro me llevó al salón, agarró la grabadora y puso un casete, me dijo que escuchara la canción con atención y que cuando me sintiera sola y derrotada, cuando sintiera furia y dolor escuchara esa canción, era Abba cantando Chiquitita. Después puso otro casete, del grupo Tormenta, la canción: Adiós chicos de mi barrio. Yo que nunca pude hablar ni expresar mis sentimientos ni mis emociones, no le dije nada, me quedé en silencio llorando la furia de ser castigada por intentar jugar fútbol con los niños. Esa fue una de las primeras derrotas que viví. A la infancia no se le cortan las alas, ni se le doblega, por ninguna razón.
A lo largo de los años cuando escuchaba Chiquitita, lloraba mares, nunca la busqué, pero aparecía en momentos inesperados, entonces lloraba la hiel de mi frustración. Siempre fui tratada como una causa perdida, la última, la olvidada, por la que no hay que apostar nada porque se pierde. Llegué a la adolescencia y seguí debatiéndome en duelos de trompadas con los patojos, por la misma razón: la equidad y mi derecho a jugar fútbol. Era la única niña que jugaba fútbol en la colonia en ese entonces. Para poder hacerlo tenía que rifarme a las trompadas con todo el equipo, eso cada vez, durante largos años, hasta que un día comprendieron que no podían seguir negándome el derecho. Esa pequeña victoria la celebré con cerveza, por supuesto, como es debido, es el arrabal.
Nunca imaginé que llegaría a los 18 años, siempre creí que moriría antes, los 18 años estaban tan lejos porque cada día era un tormento de desear morir y no amanecer. Nunca quise vivir más allá de los 18 años, mi vida era muy dura como para desear postergarla más. Hoy, 11 de noviembre de 2021 estoy cumpliendo 18 años de haber llegado a este mi pueblo rentado, donde me convertí en extranjera. Como si nada han pasado 42 años en mi vida. Este año fue la primera vez que celebré mi cumpleaños, el estar viva y ha sido el primer año en el que no he pensado en suicidarme.
Anoche, mientras pintaba puse la radio en mi teléfono celular y de pronto lo inesperado, que fue como un soplo de vida, la canción de Abba, Chiquitita y la lloré y la bailé con mis pinceles en la mano, pero por primera vez no lloraba de dolor, ni frustración, ni de furia, la lloré de alegría, de esperanza, de agradecimiento.
Porque siendo extranjera, en este mi caminar migrante, en esta pedazo de tierra que he aprendido a querer, en uno de mis tantos laberintos y peregrinaciones emocionales, deduzco que alguno de mis desvaríos la llamó con tanto ahínco que ella lo escuchó y tuvo la humildad desde aquella altura de bajar a esta lejanía de ladera donde me encuentro, es la Nube Pasajera que me ha abrigado, que me ha escuchado, con la que puedo hablar, la que me ha hecho sentir querida y valorada, la que no me juzga ni me hace sentir avergonzada de quién soy y cómo soy, la que me ha hecho crear y escribir más allá de mi torpeza y aridez. La que me ha hecho pintar y así realizar mi sueño de niña. Y la que en este momento está aquí conmigo, en esta lluvia de chipi chipi que veo caer a través de la ventana de mi nido-estudio. Porque días la convierto en lluvia, en niebla, en sol, en hoja de arce, en rama de encino, en copa de vino, en colores de mis pinturas, en letra de mi poesía. En el aire que respiro.
El camino no ha sido fácil, pero hoy desde mi fortaleza no desde mi ser roto, porque poco a poco se ha ido curando, puedo decirle a aquella niña que siempre se sintió una causa perdida, a la que ponían las orejas de burro en la dirección del colegio y que las castigaban a la hora del recreo, viendo hacia la pared, a la que todas las puertas se le han cerrado en la cara; que ha valido la pena resistir porque hoy está aquí finalmente el alba. Y que me siento sumamente orgullosa de su necedad, de su aridez, de su tosquedad, de su esencia montuna, de su pelo despeinado, de su color de piel, de su olor a negra, de su nariz de negra, de sus tonteras, de sus desvaríos, de sus decisiones algunas veces no tan acertadas, de sus retrocesos, de su forma de querer, porque todo, absolutamente todo la ha llevado a ser lo que es hoy en día. Y la celebro y la abrigo y la quiero y la admiro, cada día un poquito más. Y también le digo que sin lugar a dudas seguirán existiendo los días difíciles, que son en realidad la mayoría, pero que con su fortaleza sabrá sortearlos como lo ha hecho siempre y con su sonrisa los sabrá agradecer porque traen consigo el aprendizaje.
Para: Carolina Vásquez Araya, en día de chipi chipi.
Los últimos tres años de la primaria, la hora del recreo me la pasé con orejas de burro, viendo hacia la pared en la dirección del colegio. Fue mi castigo en absolutamente todos los recreos, no hubo uno solo que pudiera disfrutar. Siempre deseé más, anhelé más a lo que mis circunstancias de vida me lo permitieron, siempre soñé con la libertad y la equidad desde muy corta edad. Entonces fui una niña tremenda que se salió de la norma, llena de energía, que se creía una cabrita más de la manada que pastoreaba, nunca llegó a rebaño. En los recreos pedía juego cuando los niños, mis compañeros de salón, se ponían a jugar fútbol, no me daban juego porque era niña, cosa que me enfurecía, entonces los retaba a las trompadas y siempre terminaba ganando.
Para cuando el profesor llegaba ya se me había deshecho el ruedo del uniforme, rodado revés y derecho en el tierrero del patio y me habían despeinado toda de las jaloneadas de pelo que me daban los patojos, porque siempre tuve el pelo largo como charral. Es otra de mis rebeldías. El profesor me levantaba de una patilla de la oreja y me llevaba así a la dirección donde estaba la directora y le decía que me había encontrado peleando con los niños, mi castigo: colocarme las orejas de burro que tenían hechas de papel construcción y me decían que me volteara hacia la pared. Nunca llevaron a la dirección a ninguno de mis compañeros, la castigada siempre fui yo. ¿Tal vez si los niños me hubieran doblegado en las peleas la historia hubiera sido otra? Lo cierto es que nunca fui una niña débil por fuera, todo lo contrario por dentro. Nunca escuché decir al profesor o a la directora que las niñas también teníamos derecho a jugar fútbol, al contrario, cuando sabían mis razones me decían que las niñas jugábamos muñecas, trastecitos, cosas de niñas no de niños. Y yo siempre, toda mi vida he hecho cosas de niños porque nunca he creído que exista algo que las mujeres no podamos hacer, el precio que he pagado ha sido alto, pero sigo insistiendo porque soy por naturaleza una cabra loca y al final de cuentas, las mulas siempre tiramos pal monte.
Para los días de fin de año, en una de esas tantas veces que el profesor me levantó de las crines, en lugar de llevarme a la dirección para mi castigo con las orejas de burro me llevó al salón, agarró la grabadora y puso un casete, me dijo que escuchara la canción con atención y que cuando me sintiera sola y derrotada, cuando sintiera furia y dolor escuchara esa canción, era Abba cantando Chiquitita. Después puso otro casete, del grupo Tormenta, la canción: Adiós chicos de mi barrio. Yo que nunca pude hablar ni expresar mis sentimientos ni mis emociones, no le dije nada, me quedé en silencio llorando la furia de ser castigada por intentar jugar fútbol con los niños. Esa fue una de las primeras derrotas que viví. A la infancia no se le cortan las alas, ni se le doblega, por ninguna razón.
A lo largo de los años cuando escuchaba Chiquitita, lloraba mares, nunca la busqué, pero aparecía en momentos inesperados, entonces lloraba la hiel de mi frustración. Siempre fui tratada como una causa perdida, la última, la olvidada, por la que no hay que apostar nada porque se pierde. Llegué a la adolescencia y seguí debatiéndome en duelos de trompadas con los patojos, por la misma razón: la equidad y mi derecho a jugar fútbol. Era la única niña que jugaba fútbol en la colonia en ese entonces. Para poder hacerlo tenía que rifarme a las trompadas con todo el equipo, eso cada vez, durante largos años, hasta que un día comprendieron que no podían seguir negándome el derecho. Esa pequeña victoria la celebré con cerveza, por supuesto, como es debido, es el arrabal.
Nunca imaginé que llegaría a los 18 años, siempre creí que moriría antes, los 18 años estaban tan lejos porque cada día era un tormento de desear morir y no amanecer. Nunca quise vivir más allá de los 18 años, mi vida era muy dura como para desear postergarla más. Hoy, 11 de noviembre de 2021 estoy cumpliendo 18 años de haber llegado a este mi pueblo rentado, donde me convertí en extranjera. Como si nada han pasado 42 años en mi vida. Este año fue la primera vez que celebré mi cumpleaños, el estar viva y ha sido el primer año en el que no he pensado en suicidarme.
Anoche, mientras pintaba puse la radio en mi teléfono celular y de pronto lo inesperado, que fue como un soplo de vida, la canción de Abba, Chiquitita y la lloré y la bailé con mis pinceles en la mano, pero por primera vez no lloraba de dolor, ni frustración, ni de furia, la lloré de alegría, de esperanza, de agradecimiento.
Porque siendo extranjera, en este mi caminar migrante, en esta pedazo de tierra que he aprendido a querer, en uno de mis tantos laberintos y peregrinaciones emocionales, deduzco que alguno de mis desvaríos la llamó con tanto ahínco que ella lo escuchó y tuvo la humildad desde aquella altura de bajar a esta lejanía de ladera donde me encuentro, es la Nube Pasajera que me ha abrigado, que me ha escuchado, con la que puedo hablar, la que me ha hecho sentir querida y valorada, la que no me juzga ni me hace sentir avergonzada de quién soy y cómo soy, la que me ha hecho crear y escribir más allá de mi torpeza y aridez. La que me ha hecho pintar y así realizar mi sueño de niña. Y la que en este momento está aquí conmigo, en esta lluvia de chipi chipi que veo caer a través de la ventana de mi nido-estudio. Porque días la convierto en lluvia, en niebla, en sol, en hoja de arce, en rama de encino, en copa de vino, en colores de mis pinturas, en letra de mi poesía. En el aire que respiro.
El camino no ha sido fácil, pero hoy desde mi fortaleza no desde mi ser roto, porque poco a poco se ha ido curando, puedo decirle a aquella niña que siempre se sintió una causa perdida, a la que ponían las orejas de burro en la dirección del colegio y que las castigaban a la hora del recreo, viendo hacia la pared, a la que todas las puertas se le han cerrado en la cara; que ha valido la pena resistir porque hoy está aquí finalmente el alba. Y que me siento sumamente orgullosa de su necedad, de su aridez, de su tosquedad, de su esencia montuna, de su pelo despeinado, de su color de piel, de su olor a negra, de su nariz de negra, de sus tonteras, de sus desvaríos, de sus decisiones algunas veces no tan acertadas, de sus retrocesos, de su forma de querer, porque todo, absolutamente todo la ha llevado a ser lo que es hoy en día. Y la celebro y la abrigo y la quiero y la admiro, cada día un poquito más. Y también le digo que sin lugar a dudas seguirán existiendo los días difíciles, que son en realidad la mayoría, pero que con su fortaleza sabrá sortearlos como lo ha hecho siempre y con su sonrisa los sabrá agradecer porque traen consigo el aprendizaje.
Para: Carolina Vásquez Araya, en día de chipi chipi.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado
11 de noviembre de 2021
Estados Unidos, mi pueblo rentado.
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