Lorenzo Meyer
Desde su nacimiento como nación independiente, México debió enfrentar la dureza de las relaciones de poder propias de su entorno internacional. A lo largo de más de siglo y medio, México dio forma a un abanico de principios de política exterior que hoy se encuentran en su Constitución (art. 89). Se trata del “deber ser” de nuestro país en tanto actor del sistema internacional.
Ese conjunto de principios es tan claro como es utópico: autodeterminación de los pueblos, no intervención, solución pacífica de controversias, proscripción de la amenaza o del uso de la fuerza, igualdad jurídica de los Estados, cooperación internacional para el desarrollo, respeto de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales.
Esa utopía mexicana de la relación entre las naciones se incorporó en 1988 a la Constitución justo en una coyuntura de crisis de nuestro proyecto nacional: el del llamado “nacionalismo revolucionario” que pretendía consolidar un sistema económico, político y cultural interno capaz de sostener la soberanía frente a la potencia hegemónica regional: Estados Unidos. Sin embargo, para fines del siglo pasado ese “nacionalismo revolucionario” estaba agónico como resultado de dos decenios de crisis económicas y políticas mientras el entorno externo inmediato al sur y este de nuestro país —Centro América y el Caribe— estaba inmerso en violencia e inestabilidad y donde cada uno de los principios que México se proponía defender, estaba bajo ataque.
La Guatemala reformista de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz había sido aniquilada desde 1954, cuando la política de la “Buena Vecindad” fue sustituida por la de la “Guerra Fría”. Desde que el gobierno revolucionario cubano empezó a tomar medidas de corte nacionalista en 1959 y antes de optar por una alianza con la URSS, Washington intentó acabar con él y 61 años más tarde sigue empeñado en ese propósito. Entre 1965 y 1966 en la República Dominicana, Washington optó por la acción directa —la invasión— para inclinar la balanza en contra del reformismo del presidente Juan Bosch y en apoyo de los militares conservadores que le habían derrocado y curarse en salud contra una “segunda Cuba”. A inicios de los 1980 México vio cómo se aplicó la “Doctrina Reagan” en Centroamérica por la vía del apoyo norteamericano a una guerra de baja intensidad de “los Contras” para impedir la consolidación en Nicaragua de la revolución sandinista. Y, Washington saboteó con éxito a la solución pacífica de las controversias entre estados del “Grupo de Contadora”, creado en 1983 por México y otros tres países latinoamericanos para resolver por la vía de las negociaciones las tensiones entre la Nicaragua revolucionaria y sus vecinos ultra reaccionarios. El objetivo norteamericano no era eliminar tensiones sino aumentarlas para destruir al sandinismo y a los movimientos insurgentes afines en El Salvador y Guatemala.
Si la guerra de baja intensidad a través de “proxies” en Guatemala primero, y en Nicaragua después, fue una alternativa norteamericana a la invasión. En 1989 en Panamá como antes en Dominicana, Washington prefirió invadir para derrocar a presidentes incómodos. Finalmente, hoy Venezuela, otro país caribeño que desde el ascenso a la presidencia de Hugo Chávez en 1998 vive bajo un abanico de presiones de Washington para llevarle a cambiar de régimen.
Esta lista parcial de las tensiones y choques entre la gran potencia dominante y el entorno internacional inmediato de México nos muestra a las claras que los principios de política exterior de nuestro país no corresponden a la realidad. Sin embargo, pese a su naturaleza utópica, esos principios deben mantenerse y esgrimirse como razón moral, legal y política de un país cada vez más dependiente de su poderoso vecino del norte, pero justamente por eso obligado a la negociación permanente de un espacio para su soberanía.
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