9/07/2025

Austeridad: la nueva Corte, y Noroña

 

Fabrizio Mejía Madrid

La medida de inicio anunciada por el primer presidente electo de la Suprema Corte de Justicia, Hugo Aguilar Ortíz, fue ajustar los salarios y las pensiones de los ministros a lo que dice la ley, es decir, que nadie gane más que la Presidenta, que no haya servicios médicos costosísimos, ni retiros millonarios, como el que se autoasignó Norma Piña y su pandilla: 250 mil pesos al mes. El ministro presidente ha dicho que la mayor parte del dinero público se destinará, no a la vida de nobles que se dieron los jueces en el pasado más reciente, sino a que la justicia funcione y sea ágil, abierta al lado del pueblo, y comprometida con el interés general. 

Detecto, por supuesto, como ustedes también lo habrán notado diferencias entre una facción más popular de la nueva Corte y otra más liberal-formalista. Hay una distancia importante en decir, como aseguran Hugo Aguilar, María Estela Ríos o Lenia Batres (que, como dijo Aguilar Ortíz): “La justicia será la voz que defienda a quienes han sido ignorados, el amparo de quienes han sido vulnerados y la certeza de que ningún abuso quedará sin respuesta”. Y la otra, de las ministras como Yazmín Esquivel o Sara Irene Herrerías, que han dicho buscar una justicia sin distingos, pareja para ricos y pobres, sin notar el pequeño detalle de que son los pobres los que necesitan de la justicia y no los ricos que tienen todo el dinero y el poder. Es una diferencia de fondo y probablemente tendremos ese conflicto permanente: entre los jueces justos y los simples abogados apegados al derecho.  

Pero, de entrada, viene el asunto de la austeridad. La antigua corte gastaba, por ejemplo, en las togas con las que se cubren los jueces, 23 mil pesos por cada una. Gastó casi 50 millones de pesos en alimentos para su personal, un millón 200 mil en la celebración de fin de año de sus unidades administrativas, 504 mil pesos en mantenimiento de macetones y jardineras, aunque no tiene áreas verdes. Cuatro mil 516 millones de pesos en 23 partidas de “servicios personales”. De estos, 790 millones 800 mil correspondieron a sueldos base de su personal, mil 14 millones a compensaciones garantizadas, 581 millones a asignaciones adicionales al sueldo, 396 millones a compensaciones de apoyo y 352 millones a gratificaciones de fin de año, cinco millones en viáticos y hasta 10 millones de pesos a la Fundación UNAM, universidad que cuenta por sí misma con dinero público. El despilfarro y el aura de grandeza nobiliaria, como de aristócratas, fue el emblema del gasto en esa Suprema Corte.

Pero vayamos a la austeridad. Se puede entender como dos asuntos: uno, gubernamental y otro privado. En el caso de la austeridad republicana es la de “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”. Es una forma de organizar al gobierno para que no existan bolsas secretas de dinero público para la corrupción, como la famosa “partida secreta” de 190 millones de dólares ---lo pongo en dólares por aquello de los tres ceros que se le quitaron al peso en esa época. Partida de la que salían aquellos famosos cheques para personas como Aguilar Camín, director de la revista Nexos. Durante por lo menos cuatro décadas, el sonsonete de la tecnocracia neoliberal era que convocaban a los mexicanos a “apretarse el cinturón”, es decir, a que no hubiera aumento de salarios ni prestaciones para los trabajadores y que aguantáramos el alza de la inflación. La austeridad republicana voltea esa ecuación: los salarios aumentaron y fue el gobierno el que dejó de rentar coches, mantener un avión que acabó en manos de jeques, y gastos parecidos a los de la Suprema Corte que ya se fue. Y fue esa Corte, junto con los institutos como el electoral y el de la transparencia los que se opusieron a la nueva regla de la austeridad y alegaron, un poco ridículamente, que atentaba contra la separación de poderes porque, ¿cómo que el Presidente iba a fijar los sueldazos de los funcionariazos? Los institutos alegaron que atentaba contra su autonomía y así se fueron quedando los fideicomisos secretos donde se ahorraba ilegalmente el dinero público no gastado y que, por ley, debe reitegrarse a la Tesorería de la Federación. Y fue una forma de la corrupción: salieron consejeros electorales y de todo tipo millonarios. No se diga los gobernadores. O los ministros, magistrados y jueces. Y siguieron los coches blindados, las togas lujosas, y las pensiones vitalicias fuera de este mundo. Porque hay que recordar que la Corte mexicana es tres veces más cara que la de Estados Unidos, ocho veces más que la de España o Alemania. La idea del obradorismo es que todo lo ahorrado se vaya a programas específicos, sean de derechos sociales o de infraestructura, los dos polos de la Cuarta Transformación y que no haya bolsas de dinero por ahí que no tengan control, lo que facilita la corrupción. 

Hasta ahí es la austeridad republicana. Vamos a la privada. En principio, comprarse lo que se quiera con el dinero que ganas legal y legítimamente debería ser la línea divisoria entre lo público y lo íntimo. La disparidad de los salarios en México es responsabilidad de los gobiernos neoliberales, no de este, que ha aumentado los ingresos de los más olvidados y con ello, más otros derechos, ha logrado sacar de la pobreza a 13 millones y medio de personas. Por ello, si resulta ofensivo para alguien que gana el salario mínimo la compra de una casa de 12 millones de pesos, no hace al comprador un ostentoso vulgar, como Alito con sus baños que cuestan 5 millones de pesos cada uno y, además, son de pésimo gusto o las cuentas en Andorra o Panamá de panistas y priistas, que vienen claramente de actos de corrupción y que son evasiones fiscales. Quien no diga nada sobre la riqueza malhabida de Alito y de cientos de prianistas, y ataque al Senador Fernández Noroña por su hipoteca es malintencionado y le sirve a los más oscuros intereses.  

Pero el momento no es solamente descriptivo sino prescriptivo, es decir, no se trata sólo de cómo son las cosas sino de cómo queremos que sean. Ahí es donde entra al debate público un concepto como el de virtud pública. Otro nombre es el de sabiduría práctica, pero se refieren a lo mismo: intuición, experiencia y buen juicio. De la Cuarta Transformación se espera que funcione también como una revolución moral, como una forma intencional de ejemplaridad, es decir, servir de ejemplo para otros, que busque alterar las actitudes y comportamientos morales de la sociedad toda, especialmente de su clase dirigente, es decir, no sólo de sus políticos, servidores públicos, sino de los empresarios, los periodistas, los médicos, ingenieros, abogados, donde el pretexto de que hicieron mal por dinero no sea aceptable, menos la ostentación, el lujo, lo estratosférico y lo exótico. Aspirar a una revolución moral con la austeridad personal como insignia ayudaría a restablecer la salud emocional de una República que fue sometida a uno de los niveles más extremos de desigualdad en América Latina, y todavía a una guerra, la de Calderón, que se cebó contra los pobres. De ahí venimos y, efectivamente, no se trata sólo de lo legal sino de los comportamientos y las actitudes, ahora que vivimos, en contra de nuestra voluntad, en una esfera de intimidad pública. 

El ministro presidente, Hugo Aguilar Ortíz, ha hablado de mente y corazón, y eso es precisamente desde donde debe operarse una reforma en los comportamientos, es decir, que vengan de una nueva disposición pública, propósito en la vida y autoconocimiento de cuál es nuestro valor real, más allá del precio de tu fuerza de trabajo, es decir, de esa sustancia que nos hace a todos iguales y a la que llamamos dignidad. Decimos que estamos haciendo historia y es real, todos los días lo atestiguamos, pero hay que preguntarnos, también, qué lugar debemos ocupar con nuestra mente y corazón en ella. En otras palabras, preguntarnos: ¿Qué significa florecer? 

El tema del dinero debe tener un límite muy simple en la ostentación y el derroche. No es el caso, como se ha querido hacer creer, del Senador Noroña o del propio Hugo Aguilar a quien un reportero inmoral lo puso en una cena de lujo en el restorán de todos los políticos prianistas. No, a lo que me refiero es a la frivolidad, como la que estudia David Bak en su libro, es decir a la superficialidad, la banalidad, lo fatuo. Para hacerse una idea piensen en Enrique Peña Nieto. Encarnó la frivolidad política, igual que Vicente Fox: metido en enriquecer a sus compadres, pendiente de su imagen, sin poder leer un libro o, al menos, el nombre de un autor, sin perspectiva histórica, sin fundamento. Lo presuntuoso y la vanidad injustificada, lo vacío y lo vano, lo fingido y aparente sólo son otras palabras para lo insignificante. También es frívolo quien no sabe escuchar, que cree contar con la verdad y no necesita de los demás para descubrirla. Escribe Bak, citando al cuentista y ensayista italiano, Italo Calvino: “Tender a la condición en que nada puede alcanzarnos desde afuera, en que el otro no interviene para desbaratar continuamente el estado de plenitud que creemos haber conseguido, significa envidiar la condición de los que están muertos”. Y justo, cuando se reclama que hay frivolidad es que se protesta contra la falta de sustancia y también contra la falta de escucha. Frivolidad es rodearse de cosas y no de gente. O de ideas y no escuchar, como si la política fuera una materia del doctorado en arrogancia, y no una de las pocas actividades en las que todos participamos con igual derecho.

Modestia, moderación, justicia, y valentía eran parte de las virtudes públicas en nuestras culturas originarias. Imagínense que fueran, también, valores y disposiciones de empresarios, periodistas, y profesionistas, además de servidores públicos. Privan en esos medios la arrogancia, el abuso, la injusticia y la cobardía. Piensen en Salinas Pliego o Claudio X. González, miembros de la élite gobernante, no elegidos por nadie más que por su fortuna heredada que señalan al Estado o al pueblo como origen de todas sus calamidades. O en Lorenzo Córdova, el autónomo. Sus personajes han llegado a representar los vicios públicos, no la virtudes. 

No me gustaría concluir esta breve reflexión compartida sin referirme a lo que es y lo que debería de ser. Los ideales morales exigen, no sólo que actúe de cierta manera, sino de que uno sea una persona de cierto tipo. Cuando uno habla de empatía con el dolor ajeno, de cuidado, de prestar atención y de volver a ver a alguien con mayor dedicación, pero también de honestidad, conciencia, de no proyectar en los demás los defectos de uno, de tratar de no ser ni reactivo ni puro ego, todo eso, es un tipo de persona que se autoconoce y florece. Llevado a lo colectivo la pregunta es cómo debemos vivir, es decir, en lo político es escuchar con apertura lo que dicen los demás, a buscar la conexión y a descubrir. La venganza o quedarse con los recursos de otros parece natural pero, en realidad, es inmoral. Hay que evitar lo que naturalmente uno quisiera decir, hacer y desear pero que no vale la pena. ¿Por qué? Porque no existimos solos sino en relación con los demás. No existen los Robinson Crusoes morales, aislados en islas o, ya de plano, como creen los billonarios, que somos genes flotando o conciencias en un drive de computadora. Todo razonamiento es social e histórico, algo que hacemos con los demás y con los recursos que nos da nuestra cultura e historias. Hacer lo bueno, lo correcto y lo esperado nos hace humanos, es decir, esas criaturas que se debaten entre su propio temperamento y una situación dada, entre sus apetitos y su conciencia moral. Somos creadores de sentidos en búsqueda de la verdad, lo bueno, y lo bello pero, sin duda, no podemos ser los que aplican a rajatabla un imperativo moral diseñado por Kant. En realidad hay razones para amar, hacer amistad, ofrecer solidaridad. Tienen sus razones y no son impersonales. La mayoría de los problemas morales surgen en las relaciones personales y comunitarias entre personas con historias compartidas, siempre complejas, y compromisos de valor, lealtad y afecto que son anteriores a cualquier acción. Pero no se puede deducir lo que debe ser de lo que es. No hay forma de extraer una moralidad de la naturaleza, que es cruel y no se fija en lo correcto sino en lo mejor adaptado. Comportarnos como depredadores, competidores, gladiadores, no es preguntarnos por lo bueno, sino por lo adecuado. Hay gente mala que está bien adaptada. Esa no es la respuesta, como querían los nazis y ahora los libertarios. Tampoco es el cálculo solitario de la utilidad que sacarás de actuar bien o mal, como dicen los liberales y los neoliberales. Tampoco es porque tengamos un contrato social que si no obedecemos nos asesina, como dirían los que siguen creyendo que el poder es sólo coerción, y no persuasión y conducción. Tampoco es la respuesta el hedonista premoral que satisface sus apetitos a costa de los otros. Es algo que tiene que ver con el sentido primordial de justicia. Es algo que no hay pero que imaginamos.

Y así volvemos a la nueva Suprema Corte. A quienes siguen diciendo que los acordeones la eligieron y no el pueblo sólo hay que pedirles que nos imaginen en esos meses, semanas y días: mientras ellos cómodamente se negaron a ir a votar, nosotros estábamos haciendo listas de juzgadores, entre conocidos, familiares, y vecinos; comparándolas, buscando en Internet, preguntando, escribiéndolas en un papel la noche anterior. Esa elección, entre otros muchos momentos históricos, fue también una cierta comunalidad en la forma de elegir. Al final, 13 millones depositamos el voto en la urna y salió una Suprema Corte que no se parece a ningún acordeón porque es, como toda elección popular, una combinación de muchas listas. El Presidente Aguilar Ortiz fue electo porque las comunidades, hartas de que las declararan inconstitucionales 55 veces en 29 estados de la República sólo bajo la presidencia de Norma Piña, se organizaron más densamente. La expectativa empieza ahí. Ahora lo tenemos. Pero hagamos el ejercicio de imaginación que requiere que haya justicia, no sólo en los juzgadores, sino en la sociedad toda. De eso también se trata la austeridad. 

https://www.sinembargo.mx/4695810/austeridad-la-nueva-corte-y-norona/

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