Por Guadalupe Cruz Jaimes
México, DF, 9 oct 12 (CIMAC).-
El libro “Nuestras voces en el camino. Testimonios de mujeres en la
migración” muestra el costo emocional, físico y económico que implica
para las mujeres salir de sus países a fin de mejorar la calidad de
vida de sus familias.
La obra, que recién presentó el
Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi), da voz a una decena
de migrantes en su mayoría centroamericanas y sudamericanas, quienes
relatan los obstáculos que han tenido que sortear para regularizar su
estancia y conseguir empleo en las naciones de destino.
Además,
ellas denuncian las dificultades que padecen para garantizar Derechos
Humanos (DH) como salud, educación y la impartición de justicia.
Estas
mujeres, quienes han sido capaces de superar situaciones adversas,
atravesaron también distintas modalidades de violencia de género:
física, sexual, psicológica, económica e institucional.
“Alba”
es una de ellas. La guatemalteca, de 40 años de edad, salió de su país
en 2003 rumbo a Canadá, mediante el Programa de Trabajo Agrícola
Temporal.
Para ella y su esposo era una buena oportunidad para
ganar más dinero y pagar los estudios de sus hijas. En ese año se
inscribieron al programa a través de la Organización Internacional de
las Migraciones (OIM), y en un par de meses los llamaron.
La
guatemalteca llegó a Québec con un grupo de 30 mujeres, que tenían
entre 20 y 40 años. Las trasladaron a una finca para trabajar en el
corte de fresa.
Su jornada de trabajo era de lunes a sábado de 6
de la mañana a 7 de la noche. En ese horario no podían hablar entre
ellas, ni tampoco ayudarse cuando alguna sufría un accidente o algún
desmayo. “La capataz nos decía: ‘No se pueden acercar ¡Ustedes a su
trabajo!’”, narra.
En la publicación del Imumi la
centroamericana también denuncia que permanecían encerradas casi todo
el tiempo. Sólo los jueves “la patrona pasaba por nosotras para
llevarnos a Walmart donde hacíamos las compras para la semana”. Luego
de esta experiencia, “Alba” refiere que no le gustaría que sus hijas
migraran “porque allá el trabajo es duro”.
Además “no es fácil
salir del país donde una nació, cuesta mucho dinero y a veces hasta la
vida. Pero también sé que nadie migra por gusto, que las personas nos
vamos de nuestros países por necesidad; con ese anhelo de ofrecerle a
la familia una mejor vida viajamos a otros lugares en busca de esas
oportunidades que no tenemos en nuestra tierra”, lamenta la ama de
casa.
“Brenda” es otra migrante centroamericana que salió de
su país con la intención de progresar. La mujer, de 36 años, salió de
Honduras a Guatemala donde vivió siete meses, en ese tiempo abrió una
microempresa de tortillas de harina.
Entonces, la hondureña,
de 29 años, quiso certificar su negocio, pero las autoridades
guatemaltecas le pusieron “peros” para realizar el trámite por ser
extranjera.
Decepcionada, “Brenda” decidió migrar a Estados
Unidos con el apoyo de una de sus amigas, quien desde el país del norte
le prestó 2 mil 500 dólares (poco más de 32 mil pesos mexicanos) para
pagar un “coyote” (traficante de personas).
Así, llegó a la
frontera México-Guatemala, cruzó el río Suchiate y espero el tren. En
el trayecto, abatida por el cansancio, la joven estuvo a punto de caer,
pero el conocido con quien viajaba la sostuvo. Cuando llegó a Oaxaca
cambiaron de ferrocarril.
En la región oaxaqueña del Istmo de
Tehuantepec, “Brenda” y el grupo de migrantes con los que estaba fueron
amenazados por la comunidad y tuvieron que huir “al monte”, donde la
persecución continuó.
Escucharon voces de hombres que les
gritaban: “¡Ahorita que los agarremos los vamos a matar y a echar al
río como hacemos con todos!”. Ella y sus compañeros escaparon, y
volvieron a caminar a la orilla del tren bajo el sol inclemente.
La
hondureña se comunicó a EU y su amiga le dijo que el “coyote” que
habían contratado estaba preso, y que tendría que esperar a que saliera
de prisión para que la ayudara a cruzar la frontera norte. En tanto, la
joven debía trasladarse con unos conocidos al Distrito Federal.
Una
vez en la capital, “Brenda” fue apoyada por la organización Sin
Fronteras para regular su estancia migratoria en el país, y también
recibió apoyo emocional para superar el dolor que experimentó durante
su tránsito por territorio nacional.
Hoy, “Brenda”, quien
decidió quedarse en el DF, recuerda que “desde los siete años supe que
migrar era mi posibilidad. Escuché los relatos de quienes se habían ido
detrás del sueño americano. Parecía que el dinero estaba tirado en la
calle y tu sólo ibas a recogerlo. Nadie te cuenta lo duro que es
llegar”.
Otra mujer afectada por la migración es “Blanca”, una
comerciante de El Salvador, quien desde hace más de dos años no sabe
nada de su hijo menor que ese año salió de Centroamérica hacia EU.
La mujer de 54 años narra en el libro que “la madrugada del 16 de abril de 2010 fue la última vez que lo tuve en mis brazos. El
Después
de esa fecha pudieron comunicarse dos veces: la primera cuando su hijo
estuvo en Guatemala, y la segunda en la Ciudad de México.
Luego,
“Blanca” supo (por otras personas) que Luis Roberto llegó a Piedras
Negras, Coahuila, de donde el “coyote” lo trasladaría a Houston y
después a Los Ángeles.
En julio de 2011, la salvadoreña
participó en la Caravana por la Paz en México, donde expuso su caso
ante Felipe González, relator para los Trabajadores Migratorios y
Miembros de sus Familias de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos.
Dos meses después las autoridades la llamaron para
informarle que buscaron en los centros de detención y hospitales
mexicanos y no encontraron a Luis Roberto. Desde entonces no se han
vuelto a comunicar.
No obstante, “Blanca” refiere que “día a día
esperamos que timbre el teléfono y sea él. Confiamos en Dios, en que un
día del otro lado del auricular escucharemos su voz o simplemente
cruzará la puerta de la casa”.
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