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¿Cuál
es ese dolor, cuál es, el que lleva a una persona a hablar de otra
persona como si se refiriera a una “cosa” desechable? ¿Cuál es esa
rabia, cuál es, la que lleva a una persona a desvirtuar la realidad,
otorgarle tintes siniestros, en aras de descalificar a otra/o? ¿Cuál es
ese resentimiento, cuál es, el que nos lleva a describir a una persona
a la que conocemos, con la que tuvimos algún tipo de relación, como si
fuera la encarnación absoluta de los peores defectos sin nada que sea
bueno en ella?
¿Por qué nos ensañamos con personas que en tantas
ocasiones ni siquiera actuaron daño alguno en nuestra contra? ¿Cómo
sucede que expidamos (a grandes velocidades) juicios e imaginarios
“datos duros” con respecto a eso que suponemos que es/fue la vida de
otra persona? Es un asunto de maneras de frasear, tonos de voz. Excesos.
Hay
personas que no nos gustan, con las que no coincidimos, hay personas
que nos dañan o nos dañaron, ser dañadas/os produce enojo, tristeza,
dolor. Es cierto.
Pero, es otra cosa ese momento en el que con
nuestras palabras atravesamos la delgada línea roja y ya no estamos
nombrando un conflicto, sino intentando destruir al otro.
Hay
una enorme diferencia entre el dolor y el enojo ante las acciones del
otro, y ese deseo de “destruirlo” en términos simbólicos. Como si
semejante cosa fuera posible. Una/o no destruye al otro con palabras,
pero si puede infligirle muchísimo daño. Muchísimo, en algunos casos.
Ni un arañazo, en otros casos, en donde la/el “perseguida/o” con
palabras, avanza tranquilamente y ni siquiera se da por enterada/o.
Pero
más allá de lo que pueda “lograrse” en el acto de denigrarlo, me
pregunto, desde el lugar de quien lo hace: ¿cuál sería el sentido de
sostener y alimentar la rabia? ¿Por qué estaríamos dispuestos a
sostener o hasta inventar “versiones” de hechos que quizá nos fueron
cercanos, o tantas veces ni siquiera? Nada nos consta, pero hablamos,
describimos casi como testigos presenciales, avanzamos juicios
rotundos. Aún en el caso de aquello que nos “consta”, ¿qué sabemos en
realidad? ¿Por qué nos urge hablar como si supiéramos? ¿Por qué ir de
mesa en mesa repitiendo y agregándole a eso que queremos pensar que
sabemos de la vida de los otros?
Creo que todas/os hemos vivido
esa incomodidad, esa tristeza, ese desconcierto, cuando escuchamos a
personas que nos son cercanas, queridas o estimadas, colocando su furia
de vida, en la vida de otro. Cuando percibimos ese ataque a rajatabla,
sin la más mínima acotación, ni el más mínimo matiz. Allí en donde
una/o comienza a decirse: “Esto es ya un juicio sumario, este intento
de devastar a la otra persona no tiene que ver con la realidad”. ¿Qué
le duele a quien habla? ¿Con qué tiene que ver la urgencia de
calumniar, la insistencia para no reconocer en el otro/la otra, virtud
alguna?
Ante el exceso, una no puede pensar sino que ya ese otro
(que a veces conocen mucho, a veces poco, o casi nada) está colocado en
el lugar del chivo expiatorio. El “chivo expiatorio” cumple cantidad de
funciones en lo íntimo y en lo colectivo. No quiero ahora referirme a
los mecanismos sociales y a la manera en la cual el lenguaje
discriminatorio y su repetición enfurecida, rabiosa, o muy
irresponsable (o todo junto) es y ha sido –a través de los siglos- el
principio, el alimento y la “justificación” de las más terribles
cacerías de seres humanos contra seres humanos. Me limito ahora a
intentar entender el momento bien concreto (que puede ser repetido a lo
largo del tiempo) en el que una persona arma una casi campaña contra
otra. Otra a la que en muchas ocasiones, ni siquiera conoce.
Algunas
veces, en las familias que funcionan como “clanes” particularmente
cerrados y como consecuencia excluyentes, el “chivo expiatorio” suele
ser la persona que estuvo allí, y por razones o sinrazones decidió
alejarse. También – y es más terrible- puede ser un miembro de la
familia al que se percibió como “distinto” a los demás, o al que se le
atribuyó ese lugar desde muy pequeño, por motivos que varían de una
familia a otra.
Con frecuencia hay chivos expiatorios en los
salones de clases, en los grupos de trabajo, en esas comunidades en las
que se plantea que para mantener la “fuerza” de los vínculos, es
necesario perseguir a alguien y denigrarlo. ¿Qué es lo que ahora
llamamos bullying, sino el acoso a una persona elegida para
victimizarla? “Valientemente” y entre todos. O una persona sola a otra.
El acoso cuenta –de entrada- con el silencio de la víctima. Ese acto
cobarde de “echar montón”, o de manera individual, de intentar detectar
al otro que puede estar en un cierto estado de fragilidad.
¿Cómo
elegimos como personas y como grupo a nuestro chivo expiatorio, cuando
es el caso? Creo que es una pregunta que cada persona necesita hacerse
a solas. Una/o solitita/o en su casa. ¿Cuál es mi relación con esa
persona? ¿Por qué me urge avasallarla? ¿De veras “me hizo algo”? ¿Y si
“me hizo algo”, puedo analizar nuestra circunstancia y separar
argumentos y emociones? ¿”Me hizo algo” porque así sucedió, o me daña
el sólo hecho de que esa persona exista, tal y como es, y tenga lo que
tiene, aunque a mí jamás me haya hecho nada? ¿De veras ese desencuentro
con esa persona amerita las dimensiones de mi rabia? Sola/l ante una/o
misma/o. ¿De veras mi conflicto con esa persona fue el “desencuentro”
en cuestión, o inflo ese desencuentro como globo aerostático para
justificar mi agresión? ¿De dónde viene esa agresión en mí?
Una
podría preguntárselo porque en términos morales, difamar a otra
persona, atacarla de manera insistente, someterla a juicios sumarios
es deshumanizarla e infligirle un daño, o por lo menos intentarlo con
pasmosa tenacidad. Pero quizá antes que todo lo demás, es un hecho que
preguntarnos, ¿por qué necesito difamarla? ¿por qué fantaseo con
“destruirla”? podría revelarnos cantidad de datos muy importantes que
no tienen que ver con el otro, sino con nosotras/os mismas/os. Quizá
allí hay un hilito que jalar que nos lleve a conocernos un poco más:
conocer más nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestros temores,
nuestros dolores y nuestras frustraciones.
La maledicencia habla bastante más de quien la ejerce, que de la persona a quien intenta devastar.
Quienes
crecimos en ciudades pequeñas, conocemos muy bien la función que la
maledicencia cumple en términos de control social. Muy evidente, en el
caso de la educación de las niñas y adolescentes, aunque vale –por
supuesto- para todos. Aquel que se salga de la norma, será perseguido
sin más, aunque en la realidad no haya nada en su actitud y en su
conducta que dañe a terceros. El problema entonces, podría ser no los
daños en la realidad, sino en los imaginarios. ¿Cómo vivimos a quien es
distinto a nosotras/os? ¿Acaso nos prueba que hay tantas maneras de
vivir y sentir como personas existen y ese “dato” nos es insoportable?
¿Una manera distinta de vivir nos cuestiona con respecto a nuestra
propia vida? ¿Por qué? ¿Y si sentimos que la diferencia “ataca”, sin
más nuestro modo de vida, no sería bueno cuestionarnos qué es lo que no
nos gusta de nuestras vidas?
Con frecuencia la maledicencia es
un “desfogue” de nuestra rabia colocada en esa persona, tenga que ver
con ella o no. La persona termina utilizada como un pretexto. Usada
para fines que no tienen nada que ver con ella: descargar frustración,
sentir el oscuro “gozo” de hacer daño, sentirse poderosa/o a costa de
otra/o, sentir que una/o sí que sabe vivir del lado “correcto” y
luminoso de la acera. Perseguir a otra/o es una manera de decirnos: “Yo
sí que valgo la pena y él/ella no”. Así de absurdo, dado que una no
es, ni será un mejor ser humano (con respecto a una/o misma/o) por
denigrar a otra persona. Es muy desconcertante la fantasía de poder, la
omnipotencia inscrita en el trasfondo del discurso maledicente.
Como
si alguien dijera: “Yo tengo el poder de destruir, tengo el poder de
manipular a quien me escucha y de sumarlo a mis odios”. Y la fantasía
que sigue: “Entre más personas sume a mis odios, más me pruebo que
tengo la razón, entre más me pruebo que tengo la razón, menos tengo que
cuestionar por qué traigo esta rabia, este dolor que traigo, que no
tiene nada que ver con ese otro, ese dolor que es sólo mío, que no
resuelvo atacando a otra persona…sólo lo tapo, lo anego por un rato, lo
pospongo”.
La envidia no es un dato menor a analizar, cuando
vivimos esa profunda incomodidad que produce escuchar el discurso de la
maledicencia y sus excesos. La envidia, esa admiración contrariada.
Esa admiración que no sabe y no soporta decir su nombre, y que se
convierte entonces en la aplanadora en la negación del otro. ¿Qué
tiene ese otro que la persona maledicente quiere? ¿A qué la está
confrontando que no soporta?
¿Por qué la persona maledicente
siente que aquello bueno que tiene el otro, se lo está arrebatando a
ella? Y entonces se sube a esa actuación desmesurada: “Puesto que tu
existencia me señala lo que quiero y no tengo, puesto que lo que es
tuyo, me hace sentir despojada/o, tengo derecho a invadirte, agredirte
y despojarte con palabras”.
Detenerse a solas, detenerse
tantito. ¿Cuál es el sentido de deshumanizar a otra persona? ¿De qué
supondría el maledicente que se sana, denigrando? Porque no, no se sana
de nada. Al contrario. La maledicencia es una manera de fugarse –a
costa de otro- de nuestras demandas interiores fundamentales. Si una/o
acepta su envidia, por ejemplo, allí donde se da, quizá pueda trabajar
de más cerca sus necesidades y sus deseos. Quizá pueda construir un
vínculo más creativo con eso que una/o tiene, con eso que a una/o le
falta. Agradecer más lo que sí es nuestro. Eso. Agradecer en lugar de
intentar “arrebatar”.
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