Colectivo La digna voz
El
hartazgo no es suficiente. La condenación ética –aunque legítima e
irreprochable– tampoco basta. La indignación es sólo un primer paso, no
el último ni definitivo. La exhortación a la unidad es un aullido cuyo
eco se extravía en el vacío, en una trama nacional donde no existe un
plan de acción ni un factor de aglutinación políticamente eficaz o
perdurable. Las movilizaciones multitudinarias en este país cumplen un
ciclo fatal e incurable: cuando llegan a un clímax, se desvanecen, y el
huracán se degrada a depresión tropical. Nos gusta pensar en la
siguiente analogía: es una especie de bola de nieve que una vez que
alcanza su máximo volumen y toca tierra, se descongela sin efecto
alguno. La indignación ciudadana en torno a Ayotzinapa no debe correr
la misma suerte. El asesinato selectivo, el secuestro y la
desaparición forzada de estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero,
caló hondo en el ánimo popular. Esta perturbación es la única noticia
alentadora en el presente episodio de luto nacional. A pesar de la
aparente inmovilidad de la sociedad mexicana, estos paréntesis de
movilización remiten a una feliz conjetura: a saber, que la población
no ha consentido ni claudicado ante la dominación, aún cuando el
enemigo es un régimen de terror escrupulosamente dirigido e impulsado.
Insistentemente se ha sostenido en este espacio que el origen de la
violencia, la desprotección e inseguridad, reside en la presencia del
Estado, no en su ausencia. El diagnóstico de Comité Cerezo México
comulga exactamente con esta lectura: “La ejecución extrajudicial, las
desapariciones forzadas en contra de los jóvenes normalistas de
Ayotzinapa en Iguala, no son resultado de la ausencia del Estado, ni de
un hecho aislado o producto de malos funcionarios” ( Comité Cerezo México
6-X-2014). La violación a los derechos humanos, la represión, violencia
e inseguridad, son fenómenos que corresponden a una política
sistemática, que en ciertas coyunturas alcanza niveles
extraordinariamente insidiosos.
Es preciso consignar, no obstante, que
en la actualidad nacional se articulan los múltiples métodos
discrecionales de control social que tienen raigambre histórica en
México o que tienen un paralelo en otras épocas. El aspecto inédito es
que todos se expresan simultáneamente, y en proporciones exponenciales:
asesinatos por motivos políticos, represión gubernamental, desahogo de
conflictos con base en la actuación de escuadrones de muerte,
criminalización de la protesta ciudadana, masacres estudiantiles,
intensificación del fenómeno de la tortura, ejecuciones
extrajudiciales, desaparición forzada de personas, suspensión de facto
de derechos sociales, ataques contra periodistas, activistas,
defensores de derechos humanos etc. Atravesamos otro capítulo de la
guerra sucia, con el agravante de que la persecución no comprende sólo
a la disidencia política: se hizo extensiva a toda la población. Tierra
Caliente en Michoacán, Tlatlaya e Iguala son caso paradigmáticos de
esta realidad. Estamos presenciando la convergencia al unísono de los
episodios más oscuros de la historia de México: 1891 (Tomóchic), 1962
(Xochicalco), 1968 (Tlatelolco), 1971 (Corpus Christi), la Guerra Sucia
y un largo etc.
En el análisis de la crisis en Guerrero, la Editorial de La Jornada Veracruz
arroja luz sobre un hecho acerca del cual urge cobrar absoluta
conciencia: “La debilidad e incapacidad de las instituciones es un
hecho mayúsculo y no mejorará. Sobre esa base es que la sociedad debe
tomar decisiones” ( La Jornada Veracruz 9-X-2014).
Luis Hernández Navarro extiende este dictamen no oficial pero
visiblemente preciso: “Las redes de complicidad [de autoridades
públicas, narcotraficantes, empresarios] obligan a desaparecer los
poderes en la entidad [de Guerrero]. Con ellas no hay forma de que se
haga justicia”. Entre las víctimas y el Estado no hay nada, salvo más
represión, y ocasionalmente la voluntad de ciertos medios de
comunicación.
La trama jurídica alrededor de la desaparición
forzada es un ejemplo lapidario de la inexistencia de protección y
justicia en el país: de acuerdo con la ONG, Human Rights Watch , “[En México] no hay un sólo [criminal] consignado por estos delitos [de desaparición forzada de personas]” ( La Jornada
9-X-2014). El número oficial de “personas no localizadas” en México es
de 22 mil 322. La cifra se antoja conservadora, y se sabe que el delito
va en aumento.
Pero más lapidarias son las cifras que publica el suplemento semanal de La Jornada
en la última edición dominical, con base en un par de estudios
efectuados por la organización civil italiana Libera y el semanario
Zeta, en relación con la bancarrota total de la institucionalidad y la
vida pública en este país: “La guerra iniciada por el entonces
presidente Felipe Calderón contra el crimen organizado el 8 de
diciembre de 2006 provocó, desde esa fecha hasta el último día de su
gobierno… ‘la muerte de 53 personas al día, mil 620 al mes, 19 mil 442
al año, lo que nos da un total de 136 mil 100 muertos, de los cuales
116 mil (asesinatos) están relacionados con la guerra contra el
narcotráfico y 20 mil homicidios ligados a la delincuencia común’… Por
lo menos desde diciembre de 2006, un millón 600 mil personas se han
visto obligadas a abandonar sus estados de origen… Durante los primeros
catorce meses del sexenio de Peña Nieto… se registraron alrededor de 23
mil 640 muertes relacionadas con la violencia en México. Mil 700
ejecutados cada mes. Guerrero ocupó el primer lugar con 2 mil 457; el
segundo sitio fue para el Estado de México (lugar de nacimiento del
actual presidente), con 2 mil 367 muertes violentas” ( La Jornada Semanal 5-X-2014).
Lo que acá se quiere destacar es que los crímenes de Estado en Iguala,
y el manto de impunidad que los rodea, no es una eventualidad única o
extraordinaria: es la regla en México. Los antecedentes recientes y
pretéritos conducen a esta conclusión inobjetable. En este mismo tenor,
José Miguel Vivanco, director ejecutivo de la división de las Américas
de HRW, añade: “El problema no es de Iguala, el problema es de México y
el responsable último por la suerte, la seguridad y la vida de esos
estudiantes es el gobierno federal, son las máximas autoridades
mexicanas” ( La Jornada 9-X-2014). La masacre en
Iguala no es un “hecho aislado o producto de malos funcionarios
[locales]”: es un crimen de Estado. Más específicamente: de un
narco-Estado con un avance significativo de militarización. En Iguala
actuó la narco-policía. Y en Tlatlaya el ejército. Con una actuación
temiblemente análoga. El paralelismo no es accidental.
En
este sentido cabe concluir que la violencia en México y la
excepcionalidad jurídica-gubernativa responden a un momento
instituyente, cuyas notas predominantes son la agresión y el abandono.
No solo no son situaciones extraordinarias: son la principales pautas,
las fuerzas activas, de un orden en gestación. Acá reside la
peligrosidad y seriedad de la coyuntura que atraviesa el país.
Hannah Arendt inauguró una perspectiva acerca de la brutalidad de los
regímenes modernos, y la banalidad de la violencia. En desavenencia con
la filosofía política clásica, Arendt no se preguntó cómo optimizar el
funcionamiento de una forma de gobierno. Su preocupación consistía en
responder por qué funciona tan óptimamente un orden político cuando es
tan depredador y violento. Esta pregunta es la que cabe formular, y con
base en el análisis sucesivo establecer criterios para una resistencia
políticamente efectiva. Sólo así se podrá evitar que “la bola de nieve
se descongele sin efecto alguno”.
Debemos asumir la
responsabilidad de sortear la impunidad del Estado. La procuración de
justicia no corre a cargo de la administración estatal. La impotencia
es la ley natural de esta administración, que sumariamente ignora a la
ciudadanía. La empresa criminal no es un traumatismo excepcional: es el
canon, y el modo predominante de “hacer negocios”. Corresponde a la
sociedad perseguir a los responsables de orquestar este estado de
corrupción, crimen y terror. La organización social a gran escala es la
condición de esta posibilidad.
La única solución para
alcanzar la justicia y evitar la “gratuidad” de la masacre en
Ayotzinapa es la transformación radical y efectiva de la esencia del
Estado. Urge pensar en común la resistencia.
El crimen de
Estado en Ayotzinapa no debe quedar impune. Una sociedad que perdona u
olvida estos crímenes está condenada a la destrucción masiva.
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