Por: Cecilia Lavalle*
Duele que duela tan poco. Indigna que indigne tan poco. Escribí esto antes. Lo vuelvo a escribir ahora. Y antes y ahora lo escribí por similares razones. La violencia. No cualquier violencia.
Mujeres y niñas que son violentadas por el hecho de haber nacido mujeres. ¿Puede haber algo más absurdo?
A las mujeres y a las niñas en lo general, a lo largo de la historia, se nos ha desvalorizado, oprimido, explotado, limitado, esclavizado, violentado de muchas maneras, sólo por nacer con un sexo que no escogimos.
Y nos oprimen, explotan, esclavizan, usan, reúsan, desechan, violentan, quienes creen que las mujeres somos objetos, cosas que valemos poco o no valemos nada.
Recordemos a las 276 niñas de Nigeria secuestradas por el grupo terrorista islámico Boko Haram. Fueron plagiadas el 14 de abril. Es decir ¡hace más de seis meses! Escaparon 57. De modo que en este momento –si ninguna ha sido asesinada– hay 219 que sobreviven en condiciones de tortura y esclavitud.
¿Sabe por qué las secuestraron? Por ir a la escuela. Porque este grupo sostiene que las mujeres no deben estudiar, sino que deben ser objetos de servidumbre y placer. Es decir, no son seres humanos como los hombres, sino seres de segunda o tercera categoría.
No son los únicos que lo piensan así. Lo cierto es que, ni el gobierno de Nigeria ni otros gobiernos ni la comunidad internacional han rescatado a esas niñas, ni han apoyado, suficientemente, estrategias para que eso no vuelva a suceder.
¿Cómo puede el mundo seguir andando mientras la integridad, la salud, la vida de más de 200 niñas está en riesgo cada minuto?
Cuando las secuestraron, medio mundo puso cara de espanto. Vinieron discursos encendidos y campañas en redes sociales. Y después, salvo un grupo de jóvenes que siguen activamente gritándole al mundo que las niñas deben volver a casa, para el resto llegó el silencio y el olvido.
El pasado 11 de octubre se conmemoró el Día Internacional de la Niña y por esas mismas fechas se asignó el Premio Nobel de la Paz a otra niña, la paquistaní Malala Yousafzay.
¿Se acuerda? Después de que un talibán le disparara en la cabeza por ir a la escuela, Malala se salvó de milagro y junto con su familia vive refugiada en Inglaterra. Ella ha hecho de la defensa del derecho a la educación de las niñas, más que una causa, una misión de vida.
¿Pero es que a nadie le duele que sea así? ¿No debería indignarnos que las niñas arriesguen su vida por defender su derecho a la educación? ¿No debería dolernos que una niña reciba el Nobel de la Paz por defender su derecho a ir a la escuela? ¿No debería indignarnos que 15 de las 57 niñas nigerianas que escaparon hayan regresado a la escuela, desafiando así al grupo terrorista que los gobiernos no han querido enfrentar?
Malala, como las niñas de Nigeria, deberían estar en este mismo instante haciendo mil cosas excepto jugándose la vida por lo que sus gobiernos no han sabido o querido garantizar.
El Nobel que recibió Malala debería dolernos. El cautiverio de más de 200 niñas nigerianas debería indignarnos. Y que 17 niñas nigerianas estén arriesgando la vida por desafiar al grupo terrorista debería dolernos e indignarnos.
Pero no. El mundo sigue andando. Por eso escribo, de nuevo, que duele que duela tan poco, e indigna que indigne tan poco.
Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com.
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, e integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
Cimacnoticias | México, DF.-
Imagen retomada del usuario de Twitter @observatorioge
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