Escrito por Autor Invitado
Por Saulo Dávila
El Estado no es el ente que se suele
confundir con el gobierno, sino, según Manuel Villa, “una estructura de
organización y acción que garantiza la unidad de la nación, mediante
una jerarquía de fuerzas sociales e intereses”. Dentro del Estado se
encuentra también el régimen y el sistema político, la clase política,
los partidos políticos y la sociedad civil organizada y no organizada.
El Estado mexicano, por tanto, no es
diferente a esa concepción estatal. Para no dar más rodeos, es dentro
de nuestro sistema político donde se decide la ruta a seguir para
tratar de satisfacer todas las necesidades que tiene nuestro país, por
ejemplo las demandas en educación, salud, deporte, empleo y, por su
puesto, seguridad.
Pero como todos los sistemas políticos,
el nuestro también tiene fallas. Son muchas y diferentes las fallas
propias del sistema mexicano respecto a todos los demás sistemas del
mundo, y que tienen qué ver con su cultura, su cultura política, sus
prioridades, sus grupos de intereses e incluso los grupos criminales
que operan dentro del Estado mexicano y que incluso pueden influir en
la toma de decisiones, y por tanto, en el actuar del gobierno.
En las clases sobre sistema político de
la universidad, lo primero que se enseña y se aprende es la definición
Eastoniana donde se representa a este elemento como una caja negra
donde no se sabe qué es lo que sucede bien a bien respecto del proceso
de toma de decisiones, pero en la cual ocurre un proceso de
retroalimentación entre lo que el autor llama inputs (entradas) que son
las demandas presentadas por la sociedad y los outputs (salidas) que
son finalmente los resultados que se producen para responder a esas
demandas.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando las
respuestas que da el sistema político no son suficientemente
satisfactorias, o bien, inoperantes? Lo que sucede en México y la
inseguridad provocada por el crimen organizado, principalmente el
narcotráfico particularmente desde el sexenio de Felipe Calderón, es
que estas demandas no han sido bien cubiertas en la gran mayoría del
territorio nacional.
Los estados de la federación que han
sido azotados por el crimen organizado no tienen capacidad de respuesta
al desafío que representa este hecho y el gobierno federal se ha
quedado lejos en sus respuestas. Estos estados, especialmente los
sureños que concentran altos índices de pobreza, se han visto
particularmente afectados desde hace décadas por la desigualdad en la
que viven sus habitantes, lo que ha logrado que los grupos del crimen
organizado tengan el escenario idóneo para llevar a cabo sus
operaciones, atrayendo a parte de la misma población y a la burocracia
local y federal.
Cuando es el crimen organizado quien
impone su ley a la fuerza (hay que recordar que el Estado reclama para
sí “el legítimo monopolio de la violencia física legítima”, según Max
Weber) sobre el régimen, es decir, el Estado de Derecho que debería
prevalecer sobre cualquier otra ley, entonces el Estado puede sufrir
una descomposición tal que puede llevar a los hechos terribles de
matanzas de civiles que hemos presenciado en México los últimos años.
El caso de los estudiantes secuestrados
por elementos de seguridad pública local en Ayotzinapa, Guerrero, de
las fosas encontradas en Iguala en ese mismo estado y de Tlataya,
Estado de México, son los hechos más recientes de una serie de actos
cometidos por la autoridad y/o por el crimen organizado en contra de
los ciudadanos.
Cuando el sistema político se vuelve
ineficiente y la respuesta a través del gobierno -federal o local- lo
es también en un tema tan sensible como la inseguridad provocada por
grupos del crimen organizado, que enfrentan abiertamente al Estado
mexicano y le disputan también el “legítimo monopolio de la violencia
física legítima”, entonces no es ni será de extrañar que estos casos
sigan apareciendo continuamente en nuestro país.
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