Ilán Semo
Los orígenes del concepto
de indígena se remontan al siglo XVI. Los primeros en utilizarlo fueron
los mensajeros y los cronistas españoles, que se vieron obligados a
definir a ese otro sobre el cual ejercerán una larga dominación.
Indígena e indio son palabras que, por su procedencia, tienen poco en
común. Indígena proviene del latín inde (del país o la región) y genos
(originario o nacido). La noción de indio, en cambio, data de la
convicción de Cristóbal Colón y sus hombres de que habían arribado a las
Indias occidentales. Pero el valor de una palabra, es decir, el sentido
que proporciona a lo que denota, no está dado por su etimología, sino
por los usos que le otorga una sociedad. Ese valor, sostienen algunas
teorías del lenguaje, se produce inicialmente en el mundo oral: la
fonética. Antes de escribir, hablamos, y antes de hablar, esbozamos
signos. Indígena e indio tienen en común una raíz: ind. Esta raíz no significa más que lo que une a las dos nociones y las vuelve relativamente homologables.
Que la noción de indígena haya perdurado en el siglo XVI –y de ahí
hasta nuestros días– es un misterio que los historiadores aún deben
descifrar. Si la denotación del Nuevo Mundo quedó afianzada en el nombre
de América, ¿por qué se mantuvo el concepto de indio, que apelaba a lo
ya conocido, la India? Sea cual sea la razón de esta peculiar inflexión,
sus efectos fueron visibles. El primero es que lo indígena remite a un
pasado frente a la novedad del Nuevo Mundo, léase:
lo-que-está-por-venir, por-construirse. En segundo lugar, este simple
ordenamiento del futuro-pasado constituyó a quienes se erigirían en los
representantes de lo nuevo (peninsulares y criollos) como los
protagonistas del futuro, la signatura central del síndrome de la
modernidad, y a los indígenas como los habitantes que provenían de un
pasado, es decir, los habitantes del pasado. El horizonte de
expectativas de ese Nuevo Mundo quedó así grabado –o secuestrado– en las
nuevas élites novohispanas.
Este secuestro no fue tan sólo el del tiempo. Fue también el del
cuerpo y la vida misma. La palabra indígena, una invención española, que
reunió a la in-unificable (más de 100 culturas y naciones en una sola
abstracción), se tradujo en un sistema de castas y de segregación
durante la era del virreinato.
El siglo XIX no sólo heredó este sistema de reconocer/desconocer,
sino que lo potenció. El antiguo concepto de indígena, ligado al orden
estamental, pasó a manos de uno de los mayores vacíos de la modernidad:
la idea de la raza. Un vacío del otro y su otredad. Anclada en el
principio de que
lo más profundo es la piel, fue la noción que legitimó los regímenes liberales y conservadores, sobre todo al porfiriato, para emprender campañas de despoblación, oficializar la no-ciudadanía y crear un país de sombras. Y, sobre todo, como ha mostrado Beatriz Urías Horcasitas, para homologar lo indígena con la historia del ancla: lo que no permite a la nave moverse hacia la ilusión de la modernidad. Este discurso porfiriano permanece hasta la fecha oculto en el concepto de
atraso.
Las narrativas de la revolución hicieron frente a este dilema
con una noción antigua: la franja moral. Una noción que proviene de la
economía del misterio de la religión: los indígenas como parte del
corpus de la nación, pero de su corpus clientelar, su franja de eterna
exclusión.
El levantamiento zapatista de los años 90 propició un cambio visible.
El concepto de indígena devino una fuente de orgullo, ironía y
confiscación. Incluso una expectativa del reorden de la sociedad. Su
aporte, como ha mostrado Carlos Manzo, fue la signatura de la
comunalidad, un término que no falta en ninguna mesa en la que hoy se
hable sobre el futuro.
Fue precisamente durante los años 90 que la noción de pueblo
originario comenzó a cobrar consenso. Su origen es vago. Probablemente
data de los años 20, cuando empezó la discusión sobre derechos públicos y
de propiedad en Canadá. Pero lo que importa en los signos que definen
al otro nunca es su origen, sino la fuerza que tienen para significar la
actualidad. El creciente uso de la noción de pueblos originarios
expresa una importante reforma conceptual: 1) en primer lugar, dificulta su sustantivación, a menos que se hable de
originariosy obligue al lenguaje a recurrir a una polisemia. Llamar a las culturas del país por el nombre que ellas mismas se dan: nahuas, mazahuas, rarámuris…; 2) destituye un concepto clave –el de indígena– en la estructura de lo que mueve las latencias raciales de la sociedad, y 3) pone en escena la apuesta de un lenguaje abierto a la posibilidad de la pluralidad.
Nadie se engaña. El desplazamiento de la noción de indígena por la de
pueblos originarios es tan sólo un ligero golpe al criollismo del
imaginario nacional, apenas una reforma. Nada va cambiar todavía en los
sótanos de la racialidad, pero es un golpe significativo. Son las
palabras las que omiten todo lo que las descifra, y son ellas las que lo
vuelven sobre sí.
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