Dentro de los flujos de información dedicados al análisis de los programas armamentísticos internacionales, una constante es centrar la atención en las directrices que siguen los grandes complejos castrenses en Oriente y Occidente,
principalmente en países como Rusia, Estados Unidos, China, India y
Alemania. Ello, por sí mismo, no representa sorpresa alguna: la inercia
de tales investigaciones se encuentra atravesada por la experiencia
histórica en la que un par o dos de potencias se enfrentaban de manera
directa, o a través de una carrera armamentística sin límites
cualitativos y cuantitativos definidos. Basta con pensar en los
conflictos que saturaron la realidad europea, desde las guerras
napoleónicas y la reunificación alemana hasta la segunda guerra mundial,
o en la profusión de proyectos nucleares aplicados al campo bélico, en
los años que siguieron, para advertir que, por regla general, la humanidad tiende a ver en esos grandes desarrollos científico-militares una amenaza insorteable para la continuidad de la vida en el planeta.
Sin embargo, lejos de esas macroestructuras, apartados de esos grandes y definibles conglomerados armamentísticos a través de los cuales se expresan el imperialismo y el colonialismo,
se desenvuelven intercambios igual de importantes que los primeros,
pese a que son menos perceptibles o, en todo caso, menos interesantes
para los analistas de las corrientes del Great Power Politics.Y
es que al margen de las corrientes de armamento ilegal que siempre se
mueven como sombra irrenunciable de los marcados lícitos, los programas
de armado y militarización de la vida en sociedad —eufemísticamente
nombrados como programas de cooperación e intercambio en materia de
seguridad— que se mueven en dirección Norte a Sur (globales) cumplen una función aún más devastadora, por difusa, que la de cualquier conflicto directo entre potencias.
Así, por ejemplo, resulta imposible comprender la violencia que las poblaciones africanas viven bajo el avasallamiento
de (lo que Occidente engendró, en el proceso de colonización del
continente, y ahora denomina con plena corrección política como) los
señores de la guerra sin antes observar que justo los principales
proveedores de esos regímenes son los capitales occidentales, públicos y
privados. Y es que, contrario a la creencia generalizada de que la
violencia que se desenvuelve sobre estas sociedades nace, vive, se
replica y muere con el ciclo de vida y en perfecta mimesis con las perversiones de la psique del
caudillo, la certeza de la muerte y del suplicio corporal es
consecuencia de la (re)producción estructural del modo de producción y
consumo moderno capitalista.
En efecto, la violencia
del mundo no es el resultado de un proyecto inacabado de mecanismos de
concertación, diálogo, medición o negociación realmente civilizados,
tampoco es obra de una supuesta irracionalidad hospedada en lo más
profundo de mentes retorcidas. Por lo contrario, la violencia del mundo
—y sobre todo, en la periferia de la economía-mundo— es la obra, por completo racionalizada, de un proyecto de civilización
(con pretensiones universales, de totalización de la vida en una única
dimensión existencial) que se enfrenta, de manera permanente, con una
multiplicidad y una heterogeneidad de formas políticas, culturales, de
producción y consumo materiales que se resisten a su avance. Es decir,
es el medio y la condición lógica de la incesante imposición de una
manera muy particular de entender, de vivir y estar en el mundo que
subsume, alteriza, elimina y/o excluye cualquier otra expresión de la
socialidad humana que no esté basada en la escala axiológica de aquel
proyecto uni-versal, o en la reproducción del valor tal y como en él se perpetúa.
En
este sentido, asegurar diferentes espacios-tiempos alrededor del
planeta dentro y alrededor de los cuales se desdoblan procesos
productivo/consuntivos y cadenas de suministro es vital para el
mantenimiento tanto del ese proyecto inacabado de civilización como para
la continua acumulación y centralización de capital. No es, por ello, una casualidad que la periferia del globo sea la región con los mayores índices de violencia física,
así como tampoco lo es que la experiencia histórica de sus poblaciones
esté plagada de dictaduras cívicas y militares, regímenes de partidos
hegemónicos, autoritarismos personalistas, señores de la guerra,
conflictos religiosos, ambientales, culturales etcétera. Porque en el
centro de cada uno de esos conflictos siempre se encuentra en juego la
posibilidad de que las comunidades originarias mantengan su propia
existencia.
La violencia en la periferia no es de un
tipo que siempre se encuentre determinada en última instancia por la
incapacidad de sus sociedades de avanzar hacia formas sociales,
económicas y políticas más modernas, más civilizadas, incluyentes, pluralistas, tolerantes y democráticas.
Son los recursos naturales —necesarios para mantener una sociedad de
consumo—, y la necesidad del capital de externalizar sus costos y los
desechos de su actividad, lo que requiere el constante avasallamiento de
comunidades autónomas. Porque de la obtención y el flujo constante agua
depende la vida de una sociedad, pero también porque del tráfico
ininterrumpido de combustibles lo hace el movimiento comercial, porque del tránsito de especies vegetales y animales dependen los procesos químicos de farmacéuticas, y de minerales estratégicos lo hacen los avances de la informática y nuevas tecnologías afines.
Así
pues, si bien el capital privado siempre está en posibilidades de
emplear sus propios cuerpos de aseguramiento estratégico (compañías de
seguridad privada, mercenazgo y similares), en términos de la actividad
gubernamental —por cuanto garante principal de la propiedad privada—
siempre es importante observar los flujos de armas que los cuerpos
castrenses del Estado adquieren y en qué contexto lo hacen. México,
por ejemplo, cerró el último lustro con una adquisición de armas que
cuadruplicó la cantidad registrada para los cinco años precedentes;
esto es, que entre 2012 y 2017 el gobierno mexicano se hizo de un 331%
más armamento que entre los años 2006-2011; los más cruentos de la
guerra en contra del narcotráfico.
Ese solo dato ya es
relevante por sí mismo, en abstracto: una mayor cantidad de armas
siempre implica una mejora cualitativa y cuantitativa de las capacidades
técnicas, operacionales de los cuerpos militares del Estado —inclusive
si el proceso se da en el marco de un programa de renovación de
inventario. En términos cualitativos, la renovación o adquisición de
nuevas armas conlleva, de suyo, la necesidad de volver más certera la
actividad de los efectivos militares: volverlos más precisos, con mejores resultados, a un menor costo y con un margen de bajas castrenses reducido. En el plano cuantitativo, implica una mayor demanda de la actividad militar en la sociedad,
es decir, que más armas circulando significa más militares en
operaciones. El problema es que cuatrocientos noventa y cuatro millones
de dólares anuales en compras de armas no se lee en abstracto.
En primer lugar, el mayor proveedor de la presente administración federal en México es Estados Unidos. Ello, comparado
con el resto de América Latina, muestra que el país es el único de la
región que se desprende de la tendencia de contar con Rusia como
principal oferente. Así pues, es claro que México sigue siendo
prioridad dentro de la órbita imperial estadounidense, y que en términos
bélicos no sólo es la sujeción del gobierno mexicano a la industria de
ese país, sino que también va incluido el adiestramiento, el adoctrinar a
los efectivos en el uso de las armas que le compran a sus capitales
privados y públicos.
En segundo, no debe dejar de observarse que el equipo comprado no es cualquier aditamento: las
características de las adquisiciones mexicanas hechas a Estados Unidos
son las del tipo de arma que se requiere para hacer frente a enemigos
difusos, o lo que es lo mismo, para desplegar actividades de
contrainsurgencia. Por supuesto el analista promedio sustrae del
dato que el motivante es combatir a diversos cárteles del narcotráfico
que justo operan como guerrilla. Sin embargo, no debe pasarse por alto
que la historia de los cuerpos castrenses nacionales es el correlato de
medio siglo de guerra sucia en contra de las comunidades originarias.
En tercer lugar está el hecho de que, desde hace cinco años, la
presidencia de Enrique Peña Nieto ha impulsado la adopción de nuevas
medidas legales en materia de seguridad pública y nacional. Tal es el
caso de las modificaciones a las disposiciones constitucionales y legales que norman el Estado de Excepción,
por un lado; y por el otro, la adopción de una nueva ley que reglamente
las actividades del ejército, la marina y la fuerza aérea en materia de
seguridad pública federal. Ambos casos, vistos por separado, quizá no
se entiendan como un reacomodo de fuerzas que refuerce aún más la
militarización de la vida en sociedad. No obstante, en conjunto
cierran un canal por medio del cual la discrecionalidad en las
actividades militares se legitima y se respalda a través de la
Constitución y sus leyes.
En cuarto, no debe
ignorarse que el sexenio ha estado marcado por una serie de cambios
normativos que, por un lado, han profundizado la penetración del capital
privado (nacional y extranjero) en diversos sectores de la economía,
pero de manera primordial en el extractivismo o la ocupación de largas
porciones de tierra y cuerpos de agua; y, por el otro, que esos cambios
han fomentado, en proporción similar, diversas manifestaciones de
inconformidad en diversos estratos sociales. En este sentido, en la
primera parte de la ecuación es necesario asegurar la penetración del
capital en la explotación de yacimientos de gas, petróleo y minerales,
en el establecimiento de parques energéticos e hídricos, lo que
conlleva el actuar de las fuerzas armadas; en la segunda, asimismo, la
exigencia es prevenir cualquier estallido social o manifestación de
inconformidad.
Basta con observar el más reciente despliegue de quinientos efectivos en Ciudad Mier, Tamaulipas, para asegurar la Cuenca de Burgos
—y para regular la circulación del tráfico ilegal— para advertir que la
militarización de la sociedad es condición sine qua non para la
intensificación de la acumulación de capital.
Finalmente, no debe descartarse la posibilidad de que la campaña delCongreso
Nacional Indígena y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, por
la cual propusieron una candidatura indígena para los siguientes
comicios, no se esté contemplando justo en los mismos términos en
los que en 1994 se hizo con el levantamiento de los Caracoles. Después
de todo, la Agenda Nacional de Riesgos, uno de los principales documentos rectores en materia de seguridad nacional, contempla, desde hace dos décadas, a las autonomías indígenas como una amenaza mayor a la seguridad de la nación,
toda vez que no únicamente contemplan las vías armadas en su acción
política, sino que el carácter mismo de su autonomía se traduce en un
potencial freno a la actividad comercial del país.
Por
todo lo anterior, que el gobierno mexicano esté intensificando su
adquisición de armamento no es algo menor. En el contexto actual,
argumentar que México debe protegerse contra sus enemigos extranjeros,
xenófobos, se antoja una salida fácil para no observar que desde hace
doce años el ejército sigue avanzando como un factor de poder político
real y público; frente al pacto de convivencia que en la génesis del priísmo contemporáneo lo relegó como elemento visible del poder público federal.
Cualquier viraje a la izquierda política (por institucional y
domesticada que ésta sea, como el PRD o MORENA) debe tener en
consideración el fortalecimiento militar del Estado si es que quiere
figurar, siquiera, como posibilidad real de una alternativa. Más aún
debe hacerlo la izquierda no-institucional, pues la historia no deja
olvidar que es sobre esa alternativa que el genocidio a la mexicana toma
su forma particular.
Publicado originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/ 2017/03/militarizacion- armamentismo-y-control.html
No hay comentarios.:
Publicar un comentario