La difusión en redes
sociales de videos filmados en el ambulatorio del penal de Apodaca, en
los cuales un grupo de reos perpetra abusos y humillaciones contra
otros, puso otra vez de relieve la explosiva situación imperante en las
prisiones mexicanas. En una de las grabaciones se aprecia cómo internos
pertenecientes al cártel del Noreste (CDN) son obligados a
limpiar el suelo arrastrándose desnudos o vestidos con ropa interior
femenina, al tiempo que los hostigan presuntos integrantes de Los Zetas vestidos de civil; en otra, Daniel Gustavo Valencia Treviño, El Muletas, es forzado a practicar sexo oral a otro hombre.
Estos episodios de barbarie suponen la más reciente muestra del
descontrol existente en el interior del sistema penitenciario de Nuevo
León. Entre los hechos más graves ocurridos en los años recientes, cabe
recordar que en 2012 el mismo Centro de Reinserción Social (Cereso) de
Apodaca vivió la fuga de 30 reos y una riña durante la cual murieron 44
internos, sucesos que provocaron la destitución de todo el personal del
centro. Además, en 2016 se registraron dos incidentes de gran magnitud
en el penal de Topo Chico, el más poblado de la entidad: en la madrugada
del 10 al 11 de febrero tuvo lugar una riña entre facciones de la
delincuencia organizada durante la cual murieron 49 personas, la mayor
masacre en una cárcel mexicana; y en julio de ese año los internos
incendiaron basura y colchones para evitar su traslado a otro centro.
El recuento anterior de ninguna manera es exhaustivo, pero
permite apreciar el grado de despreocupación que las autoridades
muestran por lo que ocurre dentro de las prisiones, recintos que por
definición se encuentran bajo responsabilidad del Estado. Tal indolencia
y el control de facto que los grupos de la criminalidad
organizada ejercen dentro de las cárceles únicamente pueden explicarse
como resultado de una corrupción generalizada entre los funcionarios de
todos los niveles. Debe recalcarse que nada justifica la suspensión del
estado de derecho en que viven los reos, pero a la gravedad de las
violaciones se suma la altísima proporción –cuatro de cada 10, de
acuerdo con la Comisión Nacional de Seguridad– de prisioneros sin
sentencia, es decir, de personas que se encuentran encarceladas sin que
nadie sepa si se trata de criminales o de víctimas de un sistema penal
inoperante.
Por lo demás, resulta obvio que en el escenario imperante de
anulación de la legalidad y olvido de los más elementales derechos
humanos resulta imposible hablar de una reinserción social de los
presos, propósito original y legítimo de los centros de reclusión.
No queda sino remarcar lo inaceptable de que en pleno siglo XXI sigan
dándose episodios de brutalidad como los que se verificaron en Apodaca,
los cuales contradicen de manera palmaria el irrestricto respeto a los
derechos humanos al que nuestro país se encuentra constitucionalmente
comprometido.
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