La fusión como muerte simbólica.
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¿Qué hace una con sus duelos? La desgarradura interior. ¿Se puede
elegir? En todo caso, detenerse. Si nos es posible. Podríamos decir que
la medida menos recomendable ante el duelo, es la fuga. Pero un ser
humano puede no estar preparado para enfrentar la pérdida, si las
circunstancias que provocan el duelo lo sobrepasan, si no tiene en ese
momento los recursos emocionales para manejarlo. Lo dejará para después,
aunque ese duelo tienda a convertirse en una herida que sangra por
goteo. Hacemos lo que podemos. Cuando podemos. Pero si hallamos la
fuerza, detengámonos, miremos ese duelo a los ojos, indaguemos su voz,
sus contenidos, sus desfallecimientos, sus esperanzas traicionadas, las
patadas con las que a veces, abre la puerta.
Una sigue viviendo. Ama, Trabaja, come, lee, conversa, va al cine.
Por momentos olvida. De golpe regresa una imagen a mitad del cine. Una
sensación de horror, de absurdo, de locura. Una sensación de que hay
espacios aterradores, porque sus límites están estallados. En nombre de
los mejores sentimientos. Espacios en los que las personas se
con-funden, se apropian las unas de las otras, se exigen la más completa
indiferenciación. Ser idénticos. Tan idénticos como sea posible. No
tiene que ser verdadero, no puede serlo. Pero hay que vivir como si lo
fuera. A cualquier costo. Y los costos son altísimos. Cada una/o
renuncia a su singularidad, en aras de una imaginaria pertenencia a
clanes cuyo piso común sería como la frase de Borges: “No nos une el
amor, sino el espanto”.
Pero la amenaza es demasiado intensa: “Si te singularizas, te quedas
sola/o”, “Si has elegido tu libertad y tus deseos, tienes que pagar”.
“Tienes que pagar porque acá nos despedazamos, nos mutilamos, nos
rendimos, nos negamos, nos mordemos. Porque acá ya nadie se pregunta
quién es y quién quiere ser. Acá sobrevivimos, devorados. Disfrutando de
nada. Queremos más y más, pero no sabemos para qué. Quizá porque nos
extraviamos hace tiempo, hace demasiado. Nos extraviamos en el loco
intento de negar aquello que podía salvarnos: La aceptación del
desamparo, de la necesidad de amor, del derecho a la diferenciación”.
Devastador.
El duelo es una mezcla de dolor, enojo, tristeza, desconcierto.
Sorpresa. Como que a una le pesan los pies. Una sensación de despojo.
Cuando el duelo tiene que ver con la desilusión –brutal o muy brutal -
ante la ruptura del vínculo con un ser amado (seres amados), los duelos
están teñidos de memorias y ambivalencias particularmente dolorosas.
Cualquier día, una cadena de mentiras estalla. Se amanece entre ruinas.
Hay como un corte interior. Por un lado este llamado de la vida, su
creatividad y sus bellezas, sus retos, sus luchas, y por el otro: una
parte de una misma se lanza hacia una especie de exilio en la punta de
una montaña. Una parte está allí, y la otra se fue. Hacia el infinito
silencio. ¿Acaso tanta impostura es posible? ¿Tanta necesidad de
envilecer? ¿Tanta mentira? ¿Acaso alguien puede preparar un puñal y
esconderlo durante años para asestarlo por la espalda?
¿Acaso es posible sentarse a conversar, a cenar, reírse juntos,
mientras el engranaje –oculto- de la violencia está en marcha? Qué
gozadero tan siniestro. En la montaña se escucha una música que trae
paz, como el sonido de los cuencos tibetanos. Y hay mucha memoria, y
muchos libros. También cantidad de preguntas: ¿qué lugar ocupa – en la
súbita catástrofe- nuestra necesidad de negar, para continuar confiando?
¿Cómo nos fuimos haciendo cómplices –contra nosotros mismos- desde la
negación? ¿De veras, la catástrofe es tan “súbita”? Conocíamos los
mandatos de origen, sí. Pero no siempre una/o es capaz de prever en qué
pueden traducirse. En medio de los cuchicheos, los “secretos”, y la
inmensidad de lo “no dicho” de toda una vida: estallaron las vísceras
hasta el techo, hasta las paredes, cubrieron la mesa. “Sigamos
pretendiendo que somos tan omnipotentes y tan magníficos. Sigamos
pretendiendo que controlamos la realidad, la imagen, salvemos las
apariencias”.
Pero todo es tan evidente, tan claro. ¿Acaso no se dan cuenta de lo
que están actuando? Fuera de los clanes (sectas…) que exigen la
fusionalidad, está la vida. La risa, el amor, el deseo, la creatividad.
No, es probable que no se den cuenta de los significados profundos de
esos escenarios a los que Paul-Claude Récamier llamaría; “incestuales”.
“Lo incestual”, desde sus análisis, es la imposibilidad de entender y
aceptar los límites y las diferencias entre una persona y otra. La
necesidad de fusionarse en aras de ganar un oscuro sentimiento de
omnipotencia. Como si las personas renunciaran a su identidad para
convertirse en prótesis el uno del otro.
Intentando dominarse, controlarse, poseerse el uno al otro. Dejarse
atrapar, tiene cantidad de ventajas aparentes, pero genera cantidades de
violencia. Mantener la fusión se desgasta, desilusiona – escribe -
Récamier, habrá que alimentarla. La violencia entonces - que está hacia
adentro de la “pareja fusional”- se vuelca contra otros. “Los enemigos”,
los que “atacan”. La paranoia se desata para que la fusionalidad pueda,
por un tiempo al menos, salir triunfante. Pero también se desata porque
quizá hay pocas circunstancias más aterradoras, que esos segundos en
los que una parte o la otra de “los idénticos”, tiene segundos de
lucidez y percibe la rampa enjabonada, mortífera, de perderse en el
otro.
En los duelos a una/o le pesan los pies. Hay en medio un espacio de
sombras. Montañas de palabras inútiles que no nombran nada. Tapan,
cubren, encubren. Un inmenso duelo: la verdad está prohibida, porque ya a
nadie le interesa y nadie se acuerda de ella. Porque ya nadie recuerda
como para qué podría ser útil. Está prohibida porque el desamparo, la
empatía y la aceptación del dolor están prohibidos. Porque la
indispensable separateidad es vivida como una amenaza de fragmentación. Y
sin embargo, sin separateidad, no hay salud emocional. Fundirse exige
demasiadas renuncias. ¿Quién es ese Yo, en medio del laberinto de
espejos? ¿Quién es Yo, si se pacta con el otro convertirse en el espejo
de su Yo ideal, a cambio, claro, de la más rigurosa reciprocidad? ¿Por
dónde queda la realidad?
En los duelos hay algo que se hunde. Pero una puede nadar. Despacio.
No rapidísimo y como en fuga. No. Sobrevivir esos hachazos de lucidez
que nos muestran los mecanismos de toda una vida. Recuerdo la frase de
un adolescente que en medio de una situación particularmente dura le
dijo a su analista: “Lo que yo quiero, es poner una cruz sobre todo eso
que ya nunca fue posible”. Un corte. A veces de tajo, en las fantasías y
los anhelos. No negar más. Sumergirse en la posibilidad de las
palabras. Llamarlas. Reivindicarlas. Todo está por ser dicho y nombrado.
Ciertos excesos tienen sus ventajas: nos ofrecen la libertad de decir y
de nombrar.
Conocía el trabajo de Récamier en sus análisis de la perversión
narcisista, fue él quien acuñó ese término. Pero buscando material para
mi tesis de doctorado en psicoanálisis, encontré esta obra tan
extraordinaria en la que desarrolla el concepto de “incestual”, como la
necesidad de mantener el estado de magnificencia a través de esa especie
de “locura a dos” (Lacan) devastadora, paranoica y fusional. Una
“locura” que en el caso de las familias, tenderá a excluir y aniquilar
al padre (y a toda persona ajena a la fusión), si se trata de la
relación madre -hijo, a la madre, si se trata de la relación padre-
hija. Esos son los casos más comunes, pero por supuesto que la realidad
se da en las más distintas combinaciones.
Para “poseer”, es indispensable excluir. Récamier reivindica como
derecho humano fundamental, el derecho a la diferencia. No hay nada
sobre la faz de la tierra que amerite renunciar a ella. Y sin embargo…
la tentación de ser “poderosos”, “invencibles”. Las fantasmagorías. Cada
una/o es el puñal del otro contra el mundo. Su kalashnikof. No, “no los
une el amor, sino el espanto”. La muerte simbólica.
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