3/18/2017

Duelo


La fusión como muerte simbólica.
lasillarota.com

¿Qué hace una con sus duelos? La desgarradura interior. ¿Se puede elegir? En todo caso, detenerse. Si nos es posible. Podríamos decir que la medida menos recomendable ante el duelo, es la fuga. Pero un ser humano puede no estar preparado para enfrentar la pérdida, si las circunstancias que provocan el duelo lo sobrepasan, si no  tiene en ese momento los recursos emocionales para manejarlo. Lo dejará para después, aunque ese duelo tienda a convertirse en una herida que sangra por goteo. Hacemos lo que podemos. Cuando podemos. Pero si hallamos la fuerza, detengámonos, miremos ese duelo a los ojos, indaguemos su voz, sus contenidos, sus desfallecimientos, sus esperanzas traicionadas, las patadas con las que a veces, abre la puerta.

Una sigue viviendo. Ama, Trabaja, come, lee, conversa, va al cine. Por momentos olvida. De golpe regresa una imagen a mitad del cine. Una sensación de horror, de absurdo, de locura. Una sensación de que hay espacios aterradores, porque sus límites están estallados. En nombre de los mejores sentimientos. Espacios en los que las personas se con-funden, se apropian las unas de las otras, se exigen la más completa indiferenciación. Ser idénticos. Tan idénticos  como sea posible. No tiene que ser verdadero, no puede serlo. Pero hay que vivir como si lo fuera. A cualquier costo. Y los costos son altísimos. Cada una/o renuncia a su singularidad, en aras de una imaginaria pertenencia a clanes cuyo piso común sería como la frase de Borges: “No nos une el amor, sino el espanto”.

Pero la amenaza es demasiado intensa: “Si te singularizas, te quedas sola/o”, “Si has elegido tu libertad y tus deseos, tienes que pagar”. “Tienes que pagar porque acá nos despedazamos, nos mutilamos, nos rendimos, nos negamos, nos mordemos. Porque acá ya nadie se pregunta quién es y quién quiere ser. Acá sobrevivimos, devorados. Disfrutando de nada. Queremos más y más, pero no sabemos para qué. Quizá porque nos extraviamos hace tiempo, hace demasiado. Nos extraviamos en el loco intento de negar aquello que podía salvarnos: La aceptación del desamparo, de la necesidad de amor, del derecho a la diferenciación”. Devastador.




El duelo es una mezcla de dolor, enojo, tristeza, desconcierto. Sorpresa. Como que a una le pesan los pies. Una sensación de despojo. Cuando el duelo tiene que ver con la desilusión –brutal o muy brutal - ante la ruptura del vínculo con un ser amado (seres amados), los duelos están teñidos de memorias y ambivalencias particularmente dolorosas. Cualquier día, una cadena de mentiras estalla. Se amanece entre ruinas. Hay como un corte interior. Por un lado este llamado de la vida, su creatividad y sus bellezas, sus retos, sus luchas, y por el otro: una parte de una misma se lanza hacia una especie de exilio en la punta de una montaña. Una parte está allí, y la otra se fue. Hacia el infinito silencio. ¿Acaso tanta impostura es posible? ¿Tanta necesidad de envilecer? ¿Tanta mentira? ¿Acaso alguien puede preparar un puñal y esconderlo durante años para asestarlo por la espalda?

¿Acaso es posible sentarse a conversar, a cenar, reírse juntos, mientras el engranaje –oculto- de la violencia está en marcha? Qué gozadero tan siniestro. En la montaña se escucha una música que trae paz, como el sonido de los cuencos tibetanos. Y hay mucha memoria, y muchos libros. También cantidad de preguntas: ¿qué lugar ocupa – en la súbita catástrofe- nuestra necesidad de negar, para continuar confiando? ¿Cómo nos fuimos haciendo cómplices –contra nosotros mismos- desde la negación? ¿De veras, la catástrofe es tan “súbita”? Conocíamos los mandatos de origen, sí. Pero no siempre una/o es capaz de prever en qué pueden traducirse. En medio de los cuchicheos, los “secretos”, y la inmensidad de lo “no dicho” de toda una vida: estallaron las vísceras hasta el techo, hasta las paredes, cubrieron la mesa. “Sigamos pretendiendo que somos tan omnipotentes y tan magníficos. Sigamos pretendiendo que controlamos la realidad, la imagen, salvemos las apariencias”.

Pero todo es tan evidente, tan claro. ¿Acaso no se dan cuenta de lo que están actuando? Fuera de los clanes (sectas…) que exigen la fusionalidad, está la vida. La risa, el amor, el deseo, la creatividad. No, es probable que no se den cuenta de los significados profundos de esos escenarios a los que Paul-Claude Récamier llamaría; “incestuales”. “Lo incestual”, desde sus análisis, es la imposibilidad de entender y aceptar los límites y las diferencias entre una persona y otra. La necesidad de fusionarse en aras de ganar un oscuro sentimiento de omnipotencia. Como si las personas renunciaran a su identidad para convertirse en prótesis el uno del otro.

Intentando dominarse, controlarse, poseerse el uno al otro. Dejarse atrapar, tiene cantidad de ventajas aparentes, pero genera cantidades de violencia. Mantener la fusión se desgasta, desilusiona – escribe - Récamier, habrá que alimentarla. La violencia entonces - que está hacia adentro de la “pareja fusional”- se vuelca contra otros. “Los enemigos”, los que “atacan”. La paranoia se desata para que la fusionalidad pueda, por un tiempo al menos, salir triunfante. Pero también se desata porque quizá hay pocas circunstancias más aterradoras, que esos segundos en los que una parte o la otra de “los idénticos”, tiene segundos de lucidez y percibe la rampa enjabonada, mortífera, de perderse en el otro.

En los duelos a una/o le pesan los pies. Hay en medio un espacio de sombras. Montañas de palabras inútiles que no nombran nada. Tapan, cubren, encubren. Un inmenso duelo: la verdad está prohibida, porque ya a nadie le interesa y nadie se acuerda de ella. Porque ya nadie recuerda como para qué podría ser útil. Está prohibida porque el desamparo, la empatía y la aceptación del dolor están prohibidos. Porque la indispensable separateidad es vivida como una amenaza de fragmentación. Y sin embargo, sin separateidad, no hay salud emocional. Fundirse exige demasiadas renuncias. ¿Quién es ese Yo, en medio del laberinto de espejos? ¿Quién es Yo, si se pacta con el otro convertirse en el espejo de su Yo ideal, a cambio, claro, de la más rigurosa reciprocidad? ¿Por dónde queda la realidad?




En los duelos hay algo que se hunde. Pero una puede nadar. Despacio. No rapidísimo y como en fuga. No. Sobrevivir esos hachazos de lucidez que nos muestran los mecanismos de toda una vida. Recuerdo la frase de un adolescente que en medio de una situación particularmente dura le dijo a su analista: “Lo que yo quiero, es poner una cruz sobre todo eso que ya nunca fue posible”. Un corte. A veces de tajo, en las fantasías y los anhelos. No negar más. Sumergirse en la posibilidad de las palabras. Llamarlas. Reivindicarlas. Todo está por ser dicho y nombrado. Ciertos excesos tienen sus ventajas: nos ofrecen la libertad de decir y de nombrar.

Conocía el trabajo de Récamier en sus análisis de la perversión narcisista, fue él quien acuñó ese término. Pero buscando material para mi tesis de doctorado en psicoanálisis, encontré esta obra tan extraordinaria en la que desarrolla el concepto de “incestual”, como la necesidad de mantener el estado de magnificencia a través de esa especie de “locura a dos” (Lacan) devastadora, paranoica y fusional. Una “locura” que en el caso de las familias, tenderá a excluir y aniquilar al padre (y a toda persona ajena a la fusión), si se trata de la relación madre -hijo, a la madre, si se trata de la relación padre- hija. Esos son los casos más comunes, pero por supuesto que la realidad se da en las más distintas combinaciones.

Para “poseer”, es indispensable excluir. Récamier reivindica como derecho humano fundamental, el derecho a la diferencia. No hay nada sobre la faz de la tierra que amerite renunciar a ella. Y sin embargo… la tentación de ser “poderosos”, “invencibles”. Las fantasmagorías. Cada una/o es el puñal del otro contra el mundo. Su kalashnikof. No, “no los une el amor, sino el espanto”. La muerte simbólica.

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