Las imágenes sobre
la figura de Benito Juárez como estadista nacional son tan solemnes que
pareciera que sus autores buscaban alejarlo de la realidad en que vivía
y colocarlo en otra que le era ajena y muchas veces combatió; como si
quisieran que no se le viera como indígena para que pudiera representar a
la nación. Las imágenes de su juventud no lo son tanto, tal vez porque
son menos; todavía no era representante de la nación cuando se le
tomaron y hay más evidencia de su vida cerca de los pueblos; las de su
infancia francamente responden a la imaginación de sus autores,
provocando un imaginario idílico de esa etapa de su vida. De ahí a
afirmar que no se preocupó por los indígenas sólo hay un paso, el cual
queda firme si sus actos se analizan con desparpajo, sin incursionar en
su esencia y sin tomar en cuenta el contexto y el tiempo en que
sucedieron.
Afortunadamente, existen elementos para forjarse otra imagen del
indígena que unificó a la nación para defenderla ante la agresión
imperialista. Uno de ellos es su reconocimiento de su ser indígena,
claramente expresado en sus memorias, que él mismo nombró Apuntes para mis hijos.
Otro lo constituyen las condiciones en que estudió para forjar su
futuro, trabajando en casa ajena a cambio de la comida y un espacio
donde vivir. Pero el que más lo pinta de otra forma en sus años
juveniles es su intervención como abogado postulante defendiendo al
pueblo de los loxichas contra las arbitrariedades del cura, decisión que
lo llevó a pisar la cárcel sin que por eso se arrepintiera o lo llevara
a dejar el caso. No estaba contra la Iglesia, sino contra sus
arbitrariedades, y para combatirlas tuvo que soportar ser víctima de
ellas.
Forjó su destino con base en su propio esfuerzo. Todavía era
estudiante de la carrera de leyes en el Instituto de Ciencias y Artes
cuando ocupó la cátedra de física. En 1830 concluyó sus estudios de
jurisprudencia y se puso a trabajar como litigante; poco tiempo, porque
ese mismo año fue electo regidor del ayuntamiento de la capital y para
el año siguiente fue electo diputado al Congreso del estado. En 1834
presentó su examen profesional y días después la legislatura lo nombró
magistrado interino de la misma Corte de Justicia del Estado. El 29 de
octubre de 1847 fue nombrado gobernador interino de Oaxaca y con ese
carácter, al año siguiente, al rendir su informe ante el Poder
Legislativo del estado, propuso reconocer las repúblicas de indios, en
una especie de municipios indígenas, y su derecho a elegir a sus
autoridades con sus propias normas, lo cual, dijo, no era ajeno al
federalismo y su práctica lo fortalecía.
La mayor crítica de sus actos hecha por los estudiosos de su
vida y obra es que atentó contra la propiedad comunal de las tierras de
los pueblos, crítica que merece varios ajustes y matices. La ley sobre
desamortización de las tierras no la impulsó él, sino Miguel Lerdo de
Tejada, por eso se le conoce como Ley Lerdo. Cuando sus disposiciones se
incorporaron a la Constitución federal de 1857, él era gobernador del
estado, y con ese carácter solicitó al presidente de la República
autorización para que la división de las tierras comunales y
adjudicación de parcelas se llevara a cabo entre los miembros de las
comunidades. No se le concedió, con el argumento de que sería destruir
completamente la base de la ley, quitar a los arrendatarios el derecho
de adjudicación que la ley les otorgaba y, por consiguiente, sólo en
caso de que ellos lo renunciasen podría hacerse remate en favor de los
vecinos de los pueblos.
Con esa experiencia, al aprobarse la nueva Constitución política del
estado de Oaxaca, propuso y así se aprobó que los ayuntamientos
administraran los bienes comunales, con lo cual las tierras de los
pueblos se salvaban de ir a parar a manos de personas ajenas. Esta
medida permitió que todavía hoy en Oaxaca la mayoría de las tierras sean
comunales. Como presidente de la República flexibilizó la aplicación de
la Ley Lerdo y en muchos casos actuó contra ella, dotando a los pueblos
de tierras comunales, como una forma de resolver conflictos o
evitarlos, pero también como una manera de no despojar a los pueblos de
su único patrimonio. Fue el caso de Janos, Paso del Norte, San Carlos,
Coyamé, Carrizal, Namiquipa, Guadalupe de Bravos y Repechique, en
Chihuahua; Álamos, en Sonora, y Tlaltenango, Sicacalco y Tocatic, en
Zacatecas
Este mes, cuando se cumple un aniversario más del natalicio de Benito
Juárez, es buena oportunidad para comenzar a buscar otras imágenes de
su vida, opacadas por la figura de bronce diseñada desde la historia
oficial. Sobre todo cuando las garras imperiales vuelven a extenderse
sobre nuestra patria. Necesitamos al Benito Juárez de carne y hueso, al
zapoteco que desde la pobreza económica de su nacimiento logró escalar
los peldaños del poder, no para beneficiarse de él, sino para ponerse al
servicio de la nación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario