En momentos en que desde la Casa Blanca se
asoma el rostro del fascismo del siglo XXI como la encarnación de la
dictadura emergente de la clase capitalista trasnacional, es dado
suponer que los patrocinadores de la guerra y el terrorismo mediáticos
contra Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y los demás países de la ALBA
intensificarán, renovados, sus afanes injerencistas, desestabilizadores y
golpistas como parte de la política imperial de
cambio de régimenen los países considerados
hostilespor la diplomacia de guerra de Washington.
Como dice Ignacio Ramonet, con el perfeccionamiento de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación, sin que nos demos
cuenta, millones de ciudadanos de a pie estamos siendo observados,
espiados, controlados y fichados por Estados orwellianos que llevan a
cabo una vigilancia clandestina masiva en alianza con aparatos militares
de seguridad y las industrias gigantes de la web.
De esa estructura panóptica o especie de
imperio de la vigilanciada cuenta la reciente divulgación por Wikileaks de 8 mil 761 páginas web que detallan los métodos de espionaje electrónico del Centro Cibernético de la Agencia Central de Inteligencia, para extraer mensajes de texto y audio de dispositivos como teléfonos móviles, computadoras, tablets y televisores inteligentes, mediante malware, virus y herramientas que permiten a más de 5 mil piratas informáticos (los hackers globales de la CIA) explotar vulnerabilidades de seguridad para burlar el cifrado de aplicaciones de mensajería.
Pero de manera paralela y complementaria, cuando se abre paso la era de la llamada
posverdad(o el arte de la mentira flagrante), tiene lugar otra guerra en el espacio simbólico, que es librada por los medios hegemónicos cartelizados contra los pueblos de Nuestra América, con el objetivo de imponer imaginarios colectivos con los contenidos y sentidos afines a la ideología y la cultura dominantes, que utiliza además medios cibernéticos, audiovisuales y gráficos para manipular y controlar las conciencias de manera masiva.
El terrorismo mediático es parte esencial de la guerra de cuarta
generación, la última fase de la guerra en la era de la tecnología; es
consustancial a los conflictos asimétricos e irregulares de nuestros
días. Con su lógica antiterrorista y contrainsurgente, los manuales de
la guerra no convencional del Pentágono dan gran importancia a la lucha
ideológica en el campo de la información y al papel de los medios de
difusión masiva como arma estratégica y política. El poder
multimediático conformado por cinco megamonopolios –con sus
expertos, sus intelectuales orgánicos y sus sicarios mediáticos− es parte integral de una estrategia y un sistema avanzado de manipulación y control político y social. Pero los medios convertidos en armas de guerra ideológica son, además, una de las principales fuentes de obtención de superganancias.
En ese contexto, más allá de lo que ocurra en la realidad, la
narrativade los medios es clave en la fabricación de determinada percepción de la población y las audiencias mundiales. De allí que mientras impulsan una guerra de
espectro completo, el Pentágono y la CIA intensifican sus acciones abiertas y clandestinas contra gobiernos constitucionales y legítimos.
A modo de ejemplo cabe consignar que en el ataque continuado
contra el proceso bolivariano de Venezuela, los guiones del golpe de
Estado de factura estadunidense exhiben sucesivas fases de intoxicación
(des)informativa a través de los medios de difusión bajo control
monopólico privado –en particular los electrónicos−, combinadas con
medidas de coerción sicológica unilaterales y extraterritoriales y un
vasto accionar sedicioso articulados con redes digitales de grandes
corporaciones en la web, partidos políticos y dirigentes de la derecha
internacional, poderes fácticos y grupos económicos trasnacionales,
fundaciones, ONG y la injerencia de organismos como la Organización de
Estados Americanos (OEA), a través de ese cadáver político que es hoy su
secretario general, Luis Almagro.
Todo lo anterior ha sido reforzado en la coyuntura con la puesta en
práctica de ese neologismo de resonancias orwellianas entronizado por el
Diccionario Oxford como palabra del año: la posverdad, un híbrido bastante ambiguo cuyo significado
denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. Según un editorial de The Economist de Londres, Donald Trump “es el máximo exponente de la política ‘posverdad’ (...) una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’, pero no se apoyan en la realidad”. Su victoria electoral habría estado fundada en aseveraciones que
sonaban ciertas, pero que no tenían base fáctica; en verdades a medias basadas en emociones y no en hechos.
Lo que nos conduce al arte de la desinformación. Al uso de la
propaganda como una tentativa de ejercer influencia en la opinión y en
la conducta de la sociedad, de manera que las personas adopten una
opinión y una conducta predeterminadas; se trata de incitar o provocar
emociones, positivas o negativas, para conformar la voluntad de la
población. En ese contexto, y ante la llegada de Donald Trump a la
Oficina Oval con su gabinete de megamillonarios corporativos, militares
imperialistas, expansionistas territoriales y fanáticos delirantes, es
previsible pensar que las guerras asimétricas impulsadas por la
plutocracia trasnacional se profundizarán bajo diferentes modalidades.
México ya lo está padeciendo: a golpes de Twitter y órdenes
ejecutivas, la anunciada palestinización del país a través de la
continuación del muro fronterizo
iniciado en los años 80 y el lanzamiento de una cacería de millones de indocumentados sigue alimentando la teoría de los bad hombres como
chivos expiatorios en el socorrido discurso neoautoritario y con
reminiscencias hitlerianas y de poder desnudo del nuevo inquilino de la
Casa Blanca.
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