El fin de semana anterior,
Eduardo Cadena Cerón, titular de la Secretaría de Desarrollo
Agropecuario, Rural y Pesca (Sedarpa) de Veracruz, afirmó que ya existe
un dictamen en el Congreso local para modificar la Ley Cafetalera, a fin
de adecuarla al proyecto de inversión de la trasnacional alimentaria
Nestlé, anunciado en diciembre, de manera conjunta, por el presidente
Andrés Manuel López Obrador y por el gobernador de la entidad,
Cuitláhuac García Jiménez.
Si bien es cierto que en la actualidad el desarrollo económico de los
países no puede prescindir de la inversión extranjera, también lo es
que los estados deben ejercer sus facultades para garantizar que el
carácter y el sentido de las inversiones referidas no desordenen el
tejido social, no modifiquen para mal la vida de las comunidades ni
introduzcan lógicas indeseables de intercambio o creen poderes fácticos
que con facilidad pueden tornarse incontrolables.
El proyecto que gira en torno de la construcción de una planta
solubilizadora de café de la multinacional resulta cuestionable,
justamente por violentar los lineamientos referidos. El aspecto más
preocupante de la propuesta, a la que se oponen los cultivadores de café
de Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Puebla y el propio Veracruz, tiene que
ver con la materia prima requerida por Nestlé: mientras los caficultores
locales han desplegado enormes esfuerzos para mantener plantaciones de
la variedad arábiga, reconocida a escala internacional por su alta
calidad, la compañía comercializa la variedad robusta, de menor calidad y
precio. Para los agricultores, la introducción masiva de esta última no
sólo significa una caída inmediata en sus ingresos, sino que debilita
sus ventajas competitivas a mediano y largo plazos.
No debe perderse de vista, además, que subordinar la mayor parte de
la producción cafetalera a las necesidades y requerimientos de una sola
compañía implica una alteración social profunda que rompe la unidad
productora y desencadena una reorganización en grandes plantaciones,
cuya lógica es inherentemente contraria a la autonomía de los
productores. Para colmo, estos procesos serían dirigidos por una empresa
con una extendida fama pública de depredación, envuelta en escándalos
por el deficiente control de calidad de sus productos, sus objetables
prácticas de negocios y su desdén hacia el medio ambiente.
A los potenciales efectos negativos sobre las regiones productoras y
sus habitantes hay que sumar el impacto de la planta solubilizadora en
sí misma, el cual difícilmente será desdeñable si se considera que
poseerá una capacidad de procesamiento de 20 mil toneladas anuales.
Hasta ahora no se han despejado las dudas existentes en cuanto a sus
dimensiones, ubicación y planes de mitigación de las inevitables
afectaciones ambientales.
Ante la magnitud de los riesgos, cabe preguntarse si la
institucionalidad mexicana posee la capacidad para mantener a raya los
atropellos y abusos de una trasnacional de estas dimensiones y hacer que
su participación en la economía local y nacional arroje saldos
virtuosos. Asimismo, parece pertinente llamar a los legisladores de la
bancada mayoritaria en el Congreso veracruzano a oponerse a un acuerdo
que, por todo lo dicho, parece contraponerse a los principios del
partido gobernante en Veracruz y en la Federación, así como con las
propuestas de los gobiernos de ambos niveles.
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