No es casual que las tragedias se desaten en lugares impronunciables o
inéditos para el resto de los citadinos. Ayotzinapa, Tlatlaya o ahora
Tlahuelilpan terminan por convertirse en nombres familiares por las
razones más siniestras, a golpe de muertos. Y tampoco es casual que sean
nombres indígenas; los desastres suelen presentarse allá donde el
hambre es mayor, donde los poderes reinantes son más salvajes y la vida
de los personas es más vulnerable ante las fuerzas naturales o de las
otras que los vapulean. Así como las grandes epidemias, las hambrunas o
los genocidios tienen lugar en los sótanos del planeta, en las zonas
atrasadas de África o de Medio Oriente, en nuestro país se ceba sobre
nuestro tercer mundo local.
Alrededor de setenta muertos y contando es el saldo que ha dejado la
explosión en Tlahuelilpan (y sí, apréndase este nombre porque desde
ahora formará parte, junto huachicol o Ayotzinapa, del léxico rojo con
el que intentamos nombrar lo innombrable).
Las tragedias suelen atribuirse a muchos padres, dependiendo del
lugar en donde estemos parados. Algunos aprovecharán el dolor y la
indignación para cargarlo a la factura política de López Obrador,
insistiendo en que esto no se habría presentado si el Gobierno hubiera
encarado de otra manera la batalla contra las mafias que trafican con el
hidrocarburo. Otros apuntarán el dedo flamígero contra el Ejército por
no haber impedido que la gente convirtiera en una romería la fuga de
gasolina. Otros responsabilizarán, en primera instancia, a la propia
población que mire por donde se mire estaba cometiendo un acto de rapiña
en contra de las órdenes de la autoridad. Y algún exigente, incluso,
podrá argumentar que tampoco esto se habría presentado si los
gobernadores de la región Centro Occidente no hubieran exigido tan
categóricamente la reactivación de los ductos, a pesar de que el
Gobierno federal no había terminado el operativo de revisión de fugas y
blindaje de seguridad.
Todos estos no son más que seudoargumentos. No nos engañemos, el
responsable es el crimen organizado y la guerra que ha desatado
aparentemente en contra del Gobierno federal, pero en realidad en contra
de la sociedad en su conjunto. Los huachicoleros no sólo sabotean los
ductos para provocar desabasto en las ciudades y desencadenar la
indignación de los habitantes en contra de la campaña que el Gobierno ha
puesto en marcha; además usan a la población literalmente como carne de
cañón para encarecer los saldos de esta guerra.
Lo de Tlahuelilpan es un ejemplo típico de esta estrategia. Una
perforación con la consiguiente fuga y una convocatoria a la población
para que acuda a la rapiña. Un crimen tan astuto como cobarde. Buscar
ahora otros responsables no hace sino seguirle el juego a este perverso
montaje.
El crimen organizado es resultado de la impunidad que se ha instalado
en la vida pública en México; la ausencia de Estado de Derecho y la
corrupción de las policías han prohijado el surgimiento de poderosos
sindicatos dedicados a la delincuencia. Pero en el huachicoleo existe un
factor adicional: la extendida cultura de rapiña entre la población.
No sólo me refiero al hecho de que acudan a recolectar combustible en
una fuga para apropiarse de un bien público o el saqueo y
descarrilamiento cada vez más frecuente de vagones de trenes con
cereales, camiones con vacas o televisores de una tienda de cristales
rotos. Robos en los que participan comunidades completas y recuerdan las
escenas que sólo habían sido vistas en películas apocalípticas o en
emergencias límite provocadas por un desastre natural. Por lo general
tales escenas, en las películas de ficción, sobrevienen cuando el orden
social se colapsa y las instituciones del Estado dejan de operar,
trátese de una invasión de zombis, de alienígenas o un sismo
catastrófico.
Por desgracia en México la rapiña comunitaria, por así decirlo, es
una imagen cada vez más frecuente en los noticieros y en las redes
sociales. Podríamos pensar que es el reflejo de un colapso en las
instituciones, pero por desgracia va mucho más allá de eso. La gente
roba los bienes públicos (y los privados cuando puede hacerlo
impunemente) no solo porque no hay un orden legítimo que se los impida,
sino porque asume que los de arriba, los ricos, los políticos, los
empresarios, hacen lo mismo. El hombre que llena su bidón de los charcos
que rodean a una fuga asume que tiene tanto o más derecho que el
funcionario de Pemex que los escamotea a gran escala o que el empresario
gasolinero que vende litros recortados.
¿Cómo desandar la costumbre de esta rapiña generalizada? No será
fácil. Pero si existe un camino ese comienza por arriba y en eso
coincido con López Obrador. Los recursos públicos son de todos y los
funcionarios son los primeros que tendrían que cuidarlos. Puede resultar
ridículo ver al Presidente hacer cola en un avión de línea para hacer
sus giras pero ese, como muchas otros similares, es un acto de un
profundo simbolismo para cambiar el descompuesto sistema de valores en
el que chapotea la vida pública en México.
@jorgezepedap
www.jorgezepeda.net
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