María Teresa Priego
La metáfora de los abismos de clases y pertenencias son esas larguísimas escaleras
La última escena de la película Roma. La cámara se detiene: una escalera metálica muy larga —al exterior de la casa— que lleva a la altura del primer piso. Un segundo tramo de escalera que lleva hasta la azotea en el techo del segundo piso. La distancia entre la planta baja y la azotea. La escalera “de servicio”. La distancia entre el espacio de Clea y Adela, y el de la familia de Sofía. Las inconmensurables distancias de los orígenes. Una joven mixteca trabajadora del hogar y una familia de la clase media “ilustrada”. La migración. El bilinguismo. El amor. El engaño. Las rupturas. Un vidrio que estalla. El “halconazo”. La nostalgia. La infancia de un cineasta.
Ese día en Veracruz, Clea, a pesar de no saber nadar, se lanzó al mar para salvar a los hijos de Sofía que perdían pie entre las olas. Los trajo de regreso a la orilla. Arriesgó su vida por ellos. La familia —Clea incluida— se abraza con la intensidad de la catástrofe que no tuvo lugar. Al regreso en el carro Clea abraza a los niños
que duermen. Mira hacia afuera. Su rostro amoroso y conmovido. Como si
ese espacio al lado de ellos colmara sus necesidades. La familia tiene tanto por hablar cuando llegan a la casa. Es hora de descansar del viaje. Clea recoge un envoltorio con la ropa sucia. Los niños le hacen encargos cuando pasa por la sala. El trabajo no se termina nunca. Cuarón dedica la película a su nana Liboria Rodríguez. Una mujer mixteca que protegió los días y las noches de su infancia. Desde su azotea entre las nubes.
“El tabú es lo que sucede en la película —explica Cuarón—
y suena más o menos así: ‘Cleo, te amamos, nos salvaste la vida y
queremos ir a conocer tu pueblo, pero tráete unos gansitos, un licuado, y
vete a lavar la ropa’”. Citado por Camila Sánchez Bolaño, en Animal
Político. Las nanas que sustituyen la presencia de la madre y del padre.
Las que maternan, juegan, limpian, arropan. Hacen el mandado. Las
confidentes. Jóvenes migrantes que eligen la gran ciudad. Clea
no quería regresar a Oaxaca. Ese cariño tan desigual, ese que la dejaba
sola allá hasta arriba, era lo mejor que había conocido en su vida. Clea tan indispensable en los momentos más duros. Clea tan prescindible. Siempre hay un guiso en la hornilla. Un piso sucio. Una camisa que planchar.
El padre de los niños
está ausente. En Canadá. Celebran su llegada. Una larga escena del
padre estacionando un carro tan grande que apenas cabe en el garage. El
padre siente que él ya no desea caber en esa casa. Los niños no saben, pero intuyen. Su ausencia no es geográfica. Sucede con una desesperación silenciada. Afuera en la calle Sofía abraza a su marido, se aferra a él. El niño (que quizá es Cuarón) observa la escena arropado por Clea. El padre arranca y desaparece. “Estamos solas, no importa lo que te digan estamos solas”, le dice Sofía a Clea.
Clea sabe de soledades. Las que trae de su infancia
que nunca se mencionan. Sólo sabemos que hay una madre en un pueblo en
Oaxaca. Y que no tiene demasiado a qué regresar. Las soledades del
abandono de Fermín, el especialista en artes marciales que admira la
fuerza de Zovek y trabaja su cuerpo. No mucho más que su cuerpo, al
parecer. Esa escena en la que Clea le dice: “traigo encargo” y él niega que sea una hija suya. Clea
le asegura que sí. En ese terreno baldío rodeado de charcos y perros
flacos, él le dice: “gata”. La inimaginable cadena de la discriminación.
Esa palabra. Y el cobarde seductor se aleja hacia sus imaginarias
heroicidades. Clea sólo una vez vuelve a verlo pasar:
Fermín persigue estudiantes. 1971. Una muchacha pide ayuda con el cuerpo
de su amigo desangrándose entre sus brazos. A mitad de la calle.
Clea y Adela cuidan la casa y conversan en mixteco. Comparten su habitación. Salen a pasear juntas. La niña de Clea nace muerta. En la escena del abrazo en el mar con “la señora” y con los niños Clea dice una frase: “yo no quería que la niña naciera”. Ella ya tiene a “sus niños”
para amar y cuidar. Hay una suavidad en la manera en la que se deslizan
las escenas. Nadie dice que lo terrible es terrible. Allí está. Negro
sobre blanco. Blanco sobre negro. La metáfora de la partida del padre es el vidrio de una puerta estallado. La metáfora
del cambio de vida es esa escena en la que la madre irrumpe en el
garage —sin llevarse las paredes— en un carro pequeño que estaciona sin
problemas.
La metáfora de los abismos de clases y pertenencias son esas larguísimas escaleras. Clea —amorosa, agradecida, ingenua— con su atadito de ropa sucia, elige que su pertenencia está allí: con Sofía, con los niños, con la abuela, con su amiga Adela. Clea mirando el cielo con “su niño”. Jugando a estar muertos. Clea escuchando que él de grande va a ser piloto. Clea recién salida del hospital, pero ya en el mar. La madre maneja en el viaje a Veracruz. Ahora es ella quien conduce ese mundo de mujeres y niños. En realidad: ella y Clea. La memoria agradecida de Cuarón.
Una educadora, mixteca como Libo, toma la pantalla. Yalitza Aparicio. Para recrearla. Clea decidida, fuerte, imparable desafiando el mar. Para salvar “a sus niños”. ¿De qué carencias, de qué violencias venía Clea- Libo? ¿cómo fue su infancia?
¿en medio de qué abandonos aprendió a amar así como amaba? Muy temprano
en la mañana: acaricia la espalda de la niña y le canta una canción en
mixteco. Es hora de levantarse para ir a la escuela. La madre está
ocupada en otro lado. Clea-Libo y su amor bilingüe, incondicional, pudoroso, iluminan la casa.
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