A través de los años, los inversionistas –mayoritariamente
extranjeros– encontraron al objeto de su explotación en la necesidad de
empleo tanto en la pobreza arraigada como en las masas de los
desplazados por la pobreza que llegó de lejos; tienen la estabilidad
laboral garantizada por la expresión más ruin del sindicalismo
corporativo; son beneficiarios de la competencia gubernamental por
ofrecer las mejores condiciones para su establecimiento.
Lo lograron, primero, por la persistencia de gobernantes de distinto
signo que promovieron su llegada en los años ochenta, ofreciendo
exenciones fiscales, servicios gratuitos y a veces, hasta los terrenos.
Ahí, donde el estancamiento de las migraciones nacionales que no
pudieron pasar la frontera alimentaron su esperanza en una oferta de
trabajo con precariedad laboral y pésima remuneración, se sumaron al
conjunto de mano de obra local dispuesta a todo por ganarse la vida de
manera honrada, gobiernos y capitalistas aprovecharon para establecer el
imperio de un nuevo modelo de esclavitud.
Prestos, los históricos corporativos sindicales, particularmente la
CTM, acapararon los contratos colectivos, contribuyeron convirtiéndose
en “asesores”, figura esta que evitó la sindicalización libre pero
manteniendo el reclamo de cuotas, a cambio de ceder derechos laborales
fundamentales cuya defensa se supondría su razón de ser.
En conjunto, la amalgama de abominaciones que es la maquila, ha
utilizado el chantaje para mantener las condiciones de opresión: todo
movimiento, paro, reclamo, o inclusive, un atisbo de inconformidad, es
descalificado en la opinión pública con el argumento de “preservar la
fuente de empleo”. Porque si de algo hay experiencias es de su
desaparición, la extinción que de esa actividad fabril muchas veces
establecida para lo temporal, que desaparece en el “paro técnico” o el
supuesto asueto por “mantenimiento”, sin cumplir con obligaciones por
extinción laboral. Son la expresión más descarnada de aquello que se ha
dado en llamar “capitales golondrinos”.
Pagar poco y producir más es el objetivo empresarial. No hay
retribución ni siquiera comunitaria que, ahí donde las naves
industriales se extienden como una mancha sobre las desérticas tierras
del norte, el desarrollo no se expresa en los servicios básicos. Son
ciudades en las que prevalece la brecha sin pavimentar entre los
caseríos de la escasez, para los que otros chantajes como el
clientelista político electoral, condicionan la regularidad de la luz,
el agua o el drenaje.
Sin proponérselo, el gobierno que inicia, autonombrado “de la Cuarta
Transformación”, puso en la maquila el detonante del estallido obrero,
con un movimiento laboral que, en el último reducto del país, Matamoros,
Tamaulipas, paraliza operaciones y mantiene en vilo la vieja
complicidad del poder político, económico y de la representación como
pocas veces se ha visto en la franja fronteriza.
Al menos 45 maquiladoras podrían irse a la huelga hoy, pues los
patrones se han negado a acatar una disposición federal, oferta de
campaña impuesta ya por decreto, que consiste en aumentar no lo justo,
pero si un poco más de lo que había, el salario mínimo fronterizo.
Lo que en Matamoros ha iniciado ya provocó procesos reflexivos en
otras ciudades fronterizas donde la experiencia de la explotación
laboral maquiladora acumula los mismos agravios, aunque no
necesariamente la negativa patronal a cumplir con el nuevo rango
salarial, que no puede condenarse a la invisibilidad nacional porque,
ahí donde la impunidad campea, la suma de intereses de los poderosos
locales, tiene por riesgo que se ponga en marcha un proceso represivo.
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