Carolina Vásquez Araya
Es tiempo de revisar conceptos y abandonar la vieja consigna del silencio |
Hace algunos días llegó a mis manos el libro Finalmente Libre,
de Amanda Midence. En él, la autora hace un viaje hacia el pasado y
reconstruye la ruta que marcó su vida, quizá con el propósito de arrojar
luz sobre los rincones oscuros de su infancia y derrotar así el estigma
social impuesto por una sociedad conservadora. En esas páginas relata
los episodios de abuso sexual infligidos por un pariente cercano –un tío
político- y las consecuencias físicas y psicológicas derivadas de ese
episodio de su vida. Amanda pertenece a una familia acomodada; no nació
en una barriada marginal ni tuvo que soportar las agresiones de la
pobreza. Sin embargo, como tantas niñas y niños vulnerables en
sociedades patriarcales y machistas, no escapó al miedo, el dolor y la
vergüenza.
Menciono este libro porque constituye una denuncia poco
usual en un círculo privilegiado. Además, porque deja ver cómo el abuso
sexual contra la niñez es una práctica que cruza a toda la sociedad, sin
distingos de ningún tipo y no solo afecta a niñas, también a niños
víctimas de prácticas perversas cometidas por padres, parientes
cercanos, sacerdotes, maestros, pastores o personas con influencia
vinculados a su círculo, cuyos efectos psicológicos los persiguen por el
resto de su existencia.
Si Amanda Midence pudo romper el silencio
después de haber luchado contra sus fantasmas de infancia, hay millones
de otras niñas y niños condenados a soportar callados y sumisos el dolor
y la vergüenza.
Como suele suceder, aún cuando las víctimas de
abuso decidan enfrentar a ese mundo de prejuicios y estereotipos
sexistas que las rodean, chocan contra un muro de negación y su
testimonio es esculcado con tremenda malicia en busca de la mentira o
propósitos ocultos.
La re victimización comienza desde el primer momento
y no abandona a quien tenga la osadía de denunciar. El abuso sexual –es
preciso decirlo- es una costumbre aceptada en nuestras sociedades y,
por tal motivo, niñas, niños y mujeres deben luchar solas y demostrar
con pruebas algo que con el pasar del tiempo solo va dejando profundas
huellas psicológicas. El sistema no solo es increíblemente absurdo, sino
de una perversidad extrema por castigar así a los más indefensos.
Los países menos desarrollados de nuestro continente -especialmente
Guatemala- sufren, además de usos y costumbres misóginas e irrespetuosas
con los derechos de la infancia y de las mujeres, del ataque constante
de organizaciones criminales y redes de trata que operan al abrigo de
sus influencias y complicidad con instituciones del Estado. Es decir, la
infancia y las mujeres son víctima constante de toda clase de
agresiones y violencia sexual, laboral y social.
En estos días también
he recibido información sobre el acoso sexual contra más de 15 jóvenes
indígenas involucradas en movimientos sociales, agresión cometida por un
abogado de gran influencia en su entorno. Esto ha impedido a las
víctimas hacer la denuncia pública por temor a las posibles represalias,
pero también porque ningún medio se las recibe, quizá por no provenir
de un entorno influyente.
En estas sociedades ser mujer –o una
“niña bonita”- es enfrentar un mundo al revés. En lugar de gozar de la
protección y el respeto son objeto de toda clase de violencia, empezando
desde el día de su nacimiento con la usual decepción de un padre que
prefería un hijo varón y de una madre convencida de que falló en ese
intento. Para salir del círculo es preciso transformar a toda una
cultura de privilegios para un sexo y de sumisión para el otro.
Es preciso repensar en las consecuencias de nuestro marco de valores.
Blog de la autora: www.carolinavasquezaraya.com
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