Mario Patrón
El pasado 7 de febrero
inició la quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Desaparecidos en
Papantla, Veracruz. Provenientes de 74 colectivos de 21 entidades, los
brigadistas suspenden hasta por tres semanas las actividades de las que
obtienen su sustento para dedicarse a la búsqueda de sus familiares
desaparecidos. No hay duda que esta es una de las expresiones que
retratan un México en situación de abandono e insuficiencia
institucional prácticamente total. En palabras de los voceros de la
propia brigada,
lo primero que desapareció en el país fue la justicia.
La brigada está integrada por familias de desaparecidos que llevan
años acudiendo a las instituciones públicas y que no han tenido como
respuesta la búsqueda de sus seres queridos; en muchos casos porque son
los propios funcionarios públicos de las instituciones del Estado
quienes están involucrados en la desaparición de las personas. En otros
casos, porque hay regiones enteras del país en control del crimen
organizado en las que las instituciones públicas no tienen una capacidad
instalada real para buscar y encontrar a las personas desaparecidas.
Pero la Brigada Nacional de Búsqueda retrata, además de la ausencia
de respuestas desde el poder público, las desgarradoras condiciones de
sufrimiento en las que hoy viven miles de personas en México. Familias
que salen al campo a buscar fosas y cuerpos humanos y que no tienen ya
más esperanza que conocer con certeza el paradero final de sus seres
queridos y poder recuperar sus restos.
Este retrato oprobioso de nuestro país es el retrato de una de las
peores formas de vejación de la dignidad humana; la desaparición es una
vejación pluriofensiva de múltiples derechos, pero sobre todo es una
tortura permanente para quienes buscan a sus seres queridos sin
encontrarlos, condenados a vivir en una zozobra que se debate entre la
vida y la muerte.
Un mes atrás, la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda, Karla
Quintana, junto con el subsecretario de Derechos Humanos, Población y
Migración, Alejandro Encinas, presentaron un informe sobre personas
desaparecidas y las fosas clandestinas en el país, que delinea un
panorama contundente que nos obliga a designar a nuestro país,
prácticamente sin afán metafórico, como un cementerio clandestino. A la
fecha se tiene registro de 61 mil 637 personas desaparecidas y 3 mil 631
fosas clandestinas. Del total, 11 mil 72 son niñas, niños y
adolescentes; y 25.7 por ciento son mujeres. Además, 53 por ciento son
jóvenes entre 15 y 34 años.
El 97 por ciento del total de personas desaparecidas corresponde a
los pasados 12 años –periodo 2006 a 2019–, mientras que 1.46 por ciento
corresponde a las desapariciones forzadas en el periodo de la guerra sucia
ocurrida en las décadas de los 60 y 70. Las cifras de los años más
recientes son las más alarmantes, pues sólo el año 2017 concentra el
índice de desapariciones más alto. Y lamentablemente poco ha cambiado la
situación desde el inicio del presente gobierno, pues desde diciembre
de 2018 a la fecha, se tiene registro de 5 mil 184 personas
desaparecidas y 873 fosas clandestinas en las que se han encontrado mil
124 cuerpos, de los que sólo 395 han sido identificados y 243 entregados
a familiares.
Llama la atención también que en las estadísticas relativas a esta
tragedia empiezan a aparecer estados distintos de los que
tradicionalmente le estaban asociados. En Jalisco, por ejemplo, las
desapariciones se han multiplicado en los pasados meses y hoy lidera
prácticamente todas las estadísticas de desapariciones y fosas
clandestinas. Puebla es otro caso notable, pues hoy es el quinto estado
con más desapariciones, el segundo en desapariciones de mujeres; y
también el segundo en desapariciones de niñas, niños y adolescentes. Lo
anterior deja ver cómo las condiciones de inseguridad en el país se van
diversificando y complejizando, de modo que cada vez son más los estados
afectados por una violencia que se expresa en graves violaciones como
las desapariciones y el desgarramiento del tejido social.
Las cifras son escandalosas, el sufrimiento es inexpresable y las
acciones desde el Estado durante los pasados 10 años han sido
insuficientes por decir lo menos, no obstante los esfuerzos realizados
en el ámbito normativo.
Nos están atendiendo, pero eso no quiere decir que nos estén resolviendo, aseguraba María Herrera, madre de cuatro hijos desaparecidos y fundadora de uno de los movimientos de familiares en búsqueda de desaparecidos más emblemáticos en el país.
Los esfuerzos legislativos se han plasmado en leyes como la Ley
General en Materia de Desaparición, misma que ha promovido la creación
del Sistema Nacional de Búsqueda, las comisiones estatales de búsqueda y
un Sistema Nacional Forense. El proceso de establecimiento de estas
entidades públicas representa hoy una de las grandes apuestas del
gobierno federal que comienzan a concretarse en algunos esfuerzos
plausibles.
No obstante, es indispensable fortalecer la colaboración y confianza
entre víctimas e instituciones del Estado y ello sólo será posible en la
medida que los esfuerzos legislativos se vean reflejados en la
formulación y ejecución de políticas públicas que atiendan adecuadamente
a las víctimas y sus familiares, invirtiendo mayor energía y recursos
en las labores de búsqueda; y generando conjuntamente procesos de
justicia, verdad y reparación.
En un México de víctimas, la única manera de formular políticas
pertinentes y efectivas que hagan frente a la ola de desapariciones
iniciada desde 2006 es hacerlo desde las víctimas, privilegiando sus
exigencias y, sobre todo, su dignidad. Como sociedad civil, a nosotros,
ciudadanos de un país repleto de fosas, nos toca llevar a cabo el
esfuerzo permanente de no normalizar esta tragedia; nos corresponde
atrevernos a mirar y escuchar a las víctimas y sus familiares; acompañar
su búsqueda y ayudarles a multiplicar, con un ánimo de empatía y
compasión activa, su grito de verdad y justicia.
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