La Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM) enfrenta una crisis importante
articulada en torno a la violencia de género. Se trata de una crisis
compleja, no como lo quieren hacer pasar la mayoría de los medios de
información–manipulación de la opinión pública, para quienes, según
investigaciones de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de
México en coordinación con la Fiscalía General de la República, se
habrían detectado
ocho grupos que dañan a la UNAM, casi todos de colectivos anarquistas, que incluso
Habrían recibido adiestramiento de corte anarquista de universidades sudamericanas, hasta el punto de afirmar que se trata de líderes sudamericanos que tienen su residencia en el auditorio Che Guevara ( Excélsior, 7/2/20); tampoco el problema es mayormente la injerencia de partidos políticos, injerencia que en todo caso ocurre en cada movimiento estudiantil de la UNAM; y tampoco está la explicación en un feminismo ultra y radicalizado que no escucha motivos para entrar en razón.
No, el problema de la violencia de género y su no reconocimiento y
atención en la UNAM, se vincula con el problema de la violencia contra
las mujeres en todo el país; y el poco reconocimiento que esta realidad
tiene en todas las instancias de gobierno, en la sociedad en general, y
en la escandalosa manera en que los medios lo retratan. A la impunidad
que prevalece.
La UNAM no es sino espejo de la violencia que atraviesa nuestro país; de los contextos que circundan las entidades
periféricas, como Azcapotzalco, Naucalpan, Aragón, Ecatepec, uno de los lugares con mayor índice de feminicidios, pero, también, y de manera importante, del abandono institucional a los sectores más desprotegidos de la universidad, del descuido presupuestario en que la UNAM ha dejado a sus preparatorias y colegios de Ciencias y Humanidades (CCH), en la desatención de políticas sólidas y de largo aliento que atiendan las violencias de género en la UNAM. En la pervivencia de una masculinidad violenta y excesiva, demandada en los circuitos del deporte, de las barras y porras, de los grupos de choque que hemos visto dentro y fuera de la UNAM como formas de incidencia de ciertos grupos políticos. La poca proactividad sindical para sentar precedentes en torno a las sanciones por violencias de género. Inercias internas de nuestra máxima casa de estudios, a las cuales se suma la desafección generalizada a escala nacional sobre el reconocimiento y la atención a la violencia en general, y a la violencia de género en particular.
Todas estas lógicas se enfrentan, sin embargo, a un momento diferente. El momento en el que
ellas ya no quieren esperar; en el que las jóvenes universitarias, entre ellas las más jóvenes de los CCH y preparatorias, se han
entrenado, sí, pero en la indignación, en las marchas, en las calles y en los grupos de autodefensa, en el cuidado mutuo (la policía no me cuida, a mí me cuidan mis amigas), en el acuerpamiento que les hace seguir diciendo #Ni una menos, #Vivas nos queremos, y en la solidaridad. Si la UNAM en su conjunto y sus directivos en lo particular, no son capaces de mirar más allá de las narrativas sobre los líderes, los grupos y las manos atrás del movimiento, no estarán en condiciones de responder a este momento del reclamo feminista. Como tampoco lo está el país.
Y nuestro castigo es la violencia que no ves
*Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM
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