Poco a poco, no sin
resistencias, dudas o francos encubrimientos, México se mueve en el
sentido correcto en el castigo a la pederastia, uno de los delitos más
denostados en cualquier sociedad, y en las posibilidades del
resarcimiento real del daño a quien haya sido víctima de un abuso
sexual. Es un daño que no caduca.
Hace unos días, los diputados mexicanos aprobaron por unanimidad
hacer imprescriptible, es decir, que no tenga caducidad, el ejercicio de
la acción penal contra quien cometa el delito de pederastia, para que
las víctimas denuncien en el momento que puedan o lo decidan, y bajo
cualquier circunstancia.
Los legisladores de la Cámara Baja decidieron también reformar la ley
para destituir e inhabilitar a aquel funcionario público que encubra a
un pederasta. La minuta se encuentra ya en análisis en las comisiones
del Senado de la República, la cual se espera que sea llevada al pleno,
para su discusión y eventual aprobación, durante los próximos días.
Hasta ahora, en nuestro país, la imprescriptibilidad de la pena sólo
se aplica a los delitos de pornografía infantil, corrupción de menores y
lenocinio cometido contra niños y adolescentes.
Ya en estas mismas páginas me he referido anteriormente a lo complejo
que ha resultado siempre la denuncia de los casos de pederastia, pero
más intrincados todavía han sido el juicio y el castigo a los
responsables. Particularmente me refiero a aquellos casos de abuso a
menores de edad cometidos por los curas protegidos por el cristianismo
romano y, en México, por la congregación de los Legionarios de Cristo.
En México hay varios casos conocidos de pederastia por parte de
sacerdotes, pero se estima que los abusos desconocidos, los no públicos,
alcanzan una cifra escandalosa.
Un informe publicado recientemente por los Legionarios de Cristo
reconoce que, durante la segunda mitad del siglo pasado y lo que ha
transcurrido del actual, hubo 175 casos de menores de edad que
resultaron víctimas de abusos cometidos por 33 sacerdotes. Del total de
ellos, al menos 60 correspondieron al líder de la congregación, Marcial
Maciel.
Destaca el caso de ocho infantes, hoy octogenarios, que fueron
abusados por Maciel en los años cincuenta del siglo anterior, quienes se
han cansado de tocar puertas y se dicen hartos de ser ignorados por la
Iglesia y por la justicia mexicana. Actúan en contubernio, acusan.
Otra de las víctimas que se han atrevido a alzar la voz –y cuyo
testimonio ha sido fundamental para impulsar los avances que hoy se
debaten en el ámbito legislativo– es Ana Lucía (Analú). Ella es víctima
de una violación ocurrida hace casi tres décadas por un sacerdote en
retiro, que ahora es resguardado tras los muros de los Legionarios de
Cristo, en Roma.
Es hora de que Fernando Martínez pise una cárcel mexicana, ha señalado Analú.
Aprovechar una posición de poder para abusar de una persona es, sin
duda, un hecho reprobable, máxime cuando se trata de un delito. Es aún
peor si la víctima es un menor de edad. Pero lo que resulta
verdaderamente grave es cuando el victimario se escuda en la investidura
sacerdotal y agrede con premeditación al amparo de la religión y de la
fe.
El Vaticano ha jugado un papel vergonzoso y reprobable en el
silenciamiento de las voces que se alzan reclamando justicia y, aunque
ha dado algunos pasos tibios e insuficientes en la transparencia de esos
hechos, existen corrientes en su interior que aún se inclinan por la
opacidad y la impunidad.
En estos días, justo en el contexto del debate sobre la no
prescripción de la pederastia han surgido otras iniciativas que podrían
ayudar a develar más realidades sobre los abusos de sacerdotes del
pasado a menores de edad. Algunos senadores de Morena, por ejemplo,
están proponiendo la creación de una comisión investigadora
independiente para casos de pederastia clerical en México.
La propuesta parece interesante, ya que en la necesidad de reconocer
un pasado perverso, un pasado delictuoso, se finca la posibilidad real
de reparar el daño de manera integral en los tribunales, totalmente
fuera del alcance de los instrumentos del propio clero.
El problema no debe ser visto como una ofensiva contra la Iglesia
católica ni contra ninguna asociación religiosa en particular. No se
trata de eso. Más bien me parece que son esfuerzos para que, preservando
los principios de un Estado laico como el mexicano, se ponga un alto
total al abuso y se dé paso a un proceso legal en favor de la reparación
de los daños.
Que el delito no caduque, que se mantenga abierta de manera
permanente la posibilidad de ejercer la acción penal contra un
depredador es, por decirlo así, un acto de justicia para la víctima.
Porque el daño, lo creo, no caduca nunca.
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