Ilán Semo
Es difícil vislumbrar lo que hoy se designa como
la crisis de los partidos políticos. En principio, lo que se observa por doquier es el repliegue, la marginación o, incluso, la desaparición de formaciones históricas que dominaron la escena pública a lo largo del siglo XX. En Francia, el gaullismo, el Partido Socialista y el Comunista fueron desplazados recientemente por fuerzas del centro y la izquierda inéditas. En Italia sucedió un fenómeno semejante desde la década de los 90, con la diferencia de que un personaje grotesco, Berlusconi, descuartizó una de las sociedades políticas más plurales y complejas de Occidente. Ni hablar del neofascismo italiano, que ha cobrado una intensidad trepidante.
Hoy no se requiere enfundarse en uniformes y armarse de pistolas para reanimar ese ominoso espectro del pasado. Por toda Europa, en Alemania en particular, el nuevo racismo de Estado lleva saco y corbata, sus dirigentes provienen de las mejores universidades y hace política parlamentaria como cualquier otra franja del espacio público. Es el caso de Vox en España, que avanza día a día, y que ha propiciado reacomodos inimaginables hasta hace meses.
De este lado del Atlántico los cambios no han sido menos radicales. Mauricio Macri fracasó en el intento de formar una derecha al lado del peronismo. Y éste, como de costumbre, regresó al poder. ¿Pero quién entiende al peronismo? En Brasil, un líder fascista, surgido de la nada y apoyado en el delirio de un nuevo protestantismo religioso –al igual que Donald Trump– está recomponiendo todas las referencias que definieron al Estado desde la década de los 80. En Ecuador, la antigua izquierda es hoy la nueva derecha. Y en México, una formación fundada hace apenas cinco años, Morena, ganó la elección presidencial de manera avasalladora y la mayoría en la Cámara de Diputados. Lo cual no lo aleja de la muy mexicana tentación de convertirse de un partido mayoritario en un nuevo partido de Estado. Las fuerzas que marcaron al régimen desde 1988 –el PRI, el PAN y el PRD– son hasta hoy índices marginales.
Hasta hace unas décadas, el partido político representaba un ensamblaje en que se guardaba la ilusión de reunir al presente con el futuro, se tramitaban los avatares cotidianos con una finalidad explícita y se conjugaban los tropiezos y dramas del día a día con un horizonte de expectativas. Hoy se volvieron maquinarias exentas de alma, sumas de cifras impredecibles. Cambian de ideología como de camisa, su única finalidad es preservar cargos y recurren a cualquier travestismo con tal de no desaparecer de los medios. En un abrir y cerrar de ojos, los partidos cambian de traje, rostro y lenguaje, como si fueran dispositivos de ocasión. No es casual que, al menos en América Latina, la época de los hombres fuertes, haya retornado por la puerta mayor.
En principio, su actual carácter impredecible ha deja a la esfera política sin credibilidad y disloca al Estado fuera de ese centro imaginario al que todos volteaban en situaciones de emergencia. Pero, ¿qué es exactamente lo que está en crisis?: ¿el sistema de partidos?, ¿la cultura partidaria?, ¿las reglas generales del juego?
Todos los indicios apuntan a un fenómeno más profundo. Al parecer lo que parece ya no ser capaz de legitimar coherencias de corto plazo –ni hablar del largo plazo– es la forma partido misma. Al menos tal y como la conocimos a lo largo del siglo XX. Si se observa con detenimiento, han dejado de ser el centro del ensamblaje entre el Estado y la sociedad para devenir sólo uno de sus puntos. Al partido político actual, le estorban las ideologías definidas, los pactos históricos y la influencia social duradera.
Acaso habría incluso que pensar en nuevas categorías que hoy remplazan sus antiguas funciones. Para llegar al poder, un partido debe ingresar en una constelación en la que cada una de sus partes es autónoma entre sí.
Para la derecha esa constelación está dada por las corporaciones, los medios, el crimen organizado y el poder polimorfo.
Para la izquierda, por los cambiantes movimientos sociales, la relación conflictiva con los medios y la imposibilidad de engullir a lo social en su seno.
Los partidos serán pronto sustituidos por las constelaciones políticas.
Morena es una formación paradigmática al respecto. Se trata de un multiórgano difuso y polimorfo cuya tendencia más distintiva es la actualización del más antiguo de los paradigmas de la política nacional: el corporativismo presidencial. Un dispositivo gelatinoso que requiere a cada instante de la intervención presidencial para estabilizar sus conflictos y corrientes. Con una membresía que proviene de los cuatro vientos de la cultura política nacional sin viso alguno de fijar otra identidad más que la que dicten las circunstancias de los avatares de la Presidencia.
Su destino, obviamente, quedará fijado en los umbrales de la próxima sucesión presidencial, no sin antes pasar por las elecciones intermedias de 2021. Ahí donde todas las estrategias de Palacio Nacional parecen dirigirse en la actualidad.
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