3/16/2025

Miranda de Wallace representa al criminal calderonismo

 sinembargo.mx

Héctor Alejandro Quintanar

Quienes tenemos el privilegio de contar con un espacio mediático para exponer nuestros análisis debemos ser muy responsables y ofrecer al público lo mejor de nosotros; nuestro conocimiento y especialización para tratar de clarificar el contexto político que vivimos, y aunque en ello vaya una percepción personal, siempre debemos evitar la primera persona. Debemos, pues, hablar de lo que sabemos, no de nosotros.

Hoy sin embargo, más que en un tono de articulista de opinión, quisiera hablar como un cronista, o como un testigo presencial de un hecho que, pese a haber ocurrido hace tiempo, aclara cuestiones de nuestro presente. Así, en este momento esta pluma corre como un ejercicio de memoria que testificó un hecho individual que, sin embargo, contiene resonancias públicas.

El 14 de enero de 2010, alrededor de las 12:00 del día, un comando de agentes de la aún existente Policía Federal irrumpió en nuestro domicilio en la entonces Delegación Iztapalapa, lo cual hicieron mediante un ariete y con un arsenal de armas largas en su haber. No contaban con ninguna orden judicial para tal acción, por lo que las dos personas que estábamos ahí, presenciamos un acto violento de allanamiento. Pero la pesadilla apenas empezaba.

Al vernos, los policías nos apuntaron con sus armas, mientras que, en un acto de desquicio, pateaban y destruían lo que podían de nuestro patio, mientras se disponían a romper una segunda puerta, la que daba al interior de la cocina, con el mismo ariete con que destruyeron la puerta hacia la calle. Nosotros -a pesar del azoro, sorpresa y temor- atinamos a levantar los brazos y a decir que, pese a lo ilegal del allanamiento, estábamos dispuestos a abrir la puerta interior, y preguntábamos de qué se trataba el problema.

Pero la policía no iba a resolver sino a intimidar. Pese a que ofrecimos facilidades para cualquiera que fuese la acción que ejecutaban, arremetieron para destruir la puerta interior mientras nos acercaban aún más las armas a nuestro rostro. Los agentes, así, blandían fusiles en nuestra cara con frases del estilo: “ya se los cargó la verga, putos”, expuestas a personas que pese a su indignación no oponían ninguna resistencia que entorpeciera a la policía. Expongo aquí una disculpa por repetir las palabras soeces de los federales, pero sirva ello para ejemplificar que, en todo momento, su acto era una barbarie autoritaria, no de trabajo policial. Mientras en nuestro patio una quincena de agentes hacía esa canallada, afuera decenas de ellos se movilizaban en un operativo donde, con bajezas y amenazas, intimidaban y empujaban a los sorprendidos vecinos y transeúntes, a quienes, en una acción kafkiana y estúpida, al mismo tiempo les exigían que se largaran y que no se movieran, en una orden contradictoria que incrementaba el estupor de las personas ahí presentes.

Cuando a los agentes del patio les repetíamos que podíamos abrir la puerta interna de la casa si así lo deseaban y, conteniendo la rabia, pedíamos serenidad, pasó lo afortunado y al mismo tiempo grotesco: un policía de afuera asomó la cabeza a nuestro domicilio y dijo, literalmente, “aquí no es güeyes, es al lado”.

Así, quedó expuesto un hecho demencial: los policías tenían como objetivo el domicilio vecino al nuestro y entraron por error a nuestra casa. Pese a ese grave yerro; pese a que explícitamente un policía reconoció el equívoco autoritario y pese a que era más que claro que nosotros éramos inocentes y no representábamos ninguna posibilidad de resistencia al ser dos civiles desarmados frente a una horda institucional de bestias blindadas y armadas, aun así continuaron amenazándonos y apuntándonos hacia el rostro, ahora con el paralelo a sus amenazas un añadido de expresiones de burla.

Con parsimonia salieron de nuestro domicilio, cuando nosotros, mediando entre la prudencia y la indignación, preguntamos quién se haría responsable del grave error cometido en nuestra contra. Por respuesta recibimos más amenazas de muerte, mofas donde se nos instaba a agradecer que no se nos había asesinado y gruñidos caninos de agentes que daban por hecho que su error no debía tener consecuencia alguna, mientras nosotros comenzamos a documentar mediante foto y video el crimen perpetrado en nuestra contra, lo que nos valió nuevos ladridos humanos de las bestias disfrazadas de policías y más amenazas de muerte, sobre todo de un policía blanco, de baja estatura y barbado que nos decía que “dejáramos de filmar o nos cargaría la chingada, a nombre de los muchos policías federales que habían muerto”.

En medio del pandemónium, uno de los comandantes a cargo, de apellido Zaragoza, al ver el flagrante error de sus agentes -que confundieron dos casas notoriamente separadas y notoriamente diferentes-, llegó de mala gana a presuntamente rectificar. Sin ofrecer disculpas, y aún con prepotencia y amenazas, dijo que “dejáramos que hicieran su trabajo” y al final vería cómo resolvían la equivocación, pero mantuvo la amenaza intimidatoria: “dejen de filmar y tomar fotos o no respondo”.

Pese a haber invadido nuestra casa y pese a que teníamos derecho a preguntar qué pasaba para saber si corríamos riesgo de permanecer ahí o no, nunca se nos explicó absolutamente nada, mientras el “operativo” continuaba en la casa vecina (en ese momento sin personas dentro), misma que destruían con el mismo furor prepotente con que irrumpieron en la nuestra.

El operativo consistía en que las decenas de agentes federales, junto con varios policías ministeriales, agentes de investigación y muchos obreros de la construcción, buscaban algo en la casa vecina, y tras algunas horas de cateo en el interior, comenzaron una excavación con trascabo en el patio. En ese devenir, al cabo de unas horas nos percatamos de que quien daba las órdenes tanto a federales como ministeriales y obreros era una civil. Y poco después, vimos que la persona de marras era Isabel Miranda de Wallace, quien encabezaba una presunta indagatoria para buscar ahí a su hijo desaparecido.

El hecho dantesco, así, era un acto de absoluta ilegalidad y autoritarismo, pues una civil sin el menor conocimiento policial llevaba las riendas de un grupo enorme del aparato institucional del Estado mexicano. La incompetencia y prepotencia aunaron aquel día, porque, como era predecible, en la casa objetivo -deshabitada desde hacía meses porque el dueño había fallecido- no encontraron absolutamente nada, mientras que la estructura de ese domicilio, con amplios ventanales, patio grande y sumamente visible desde la calle, hacía totalmente improbable, casi imposible, que se tratara de una casa de seguridad donde se pudiera ocultar cualquier actividad clandestina. Bastaba una inspección ocular mínima para dar cuenta de que no había ahí indicio alguno de que hubiera actividad -ni ilegal ni ninguna otra-, y sobraban signos fehacientes de que se trataba de un lugar deshabitado cuya estructura dejaba que a simple vista se analizara su interior.

Así, con una nula investigación y una prepotencia inenarrable, Isabel Miranda se apersonó ahí a hacer una pantomima autoritaria. En las doce horas que duró el operativo fallido, los agentes nunca depusieron la actitud amenazante contra todos, incluidas las personas que, por obligación, debían pasar por ahí a sus respectivas casas. Hacia nosotros, la responsabilidad se limitó a decir que, de mala gana, se pagarían los daños materiales, cosa que tramitó un policía ministerial, de nombre Braulio, quien en todo momento nos decía que “debíamos entender el operativo” y, en un lapsus delator, nos dijo que comprendiéramos que los agentes ahí “eran militares”, como si diera a entender que corrimos con suerte y debíamos agradecer por haber salido vivos de sus amenazas con armas largas y como si se nos dijera que aunque ellos sabían que éramos inocentes, si les daba la gana podrían haber abierto fuego contra nosotros, por el puro placer malsano de intimidar o asesinar.

Al poco tiempo, en abril de 2010, hicimos la denuncia ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos, para exponer el peligroso y autoritario actuar de la Policía Federal. Así, en el expediente CNDH/1/2010/427/Q, conforme al oficio 05448, acreditamos nuestros dichos con base en dos videos y varias fotografías –mismos que para obtener nos jugamos la vida, en medio de amenazas de muerte- y en ellos acreditamos la presencia de la policía en nuestro domicilio, porque alcanzamos a filmarlos dentro, con los signos de su corporación totalmente legibles, cuando ya se salían del patio tras su error, y también obtuvimos fotografías y videos claros de las patrullas federales rondando la zona y se leía con nitidez el nombre de “Zaragoza” en el pecho del comandante a cargo cuando hablaba con nosotros. Pese a esa acreditación contundente e incontestable, la CNDH se limitó a preguntarle a la Policía Federal si tenía registrado un operativo en esa fecha en ese domicilio. Cuando esa instancia respondió que no, nuestro caso quedó cerrado, a pesar de que probamos con evidencia irrefutable lo contrario. Tiempo después, afloró la verdad. El caso de Hugo Alberto Wallace es una ficción miserable, donde Isabel Miranda, con base en su cercanía con Felipe Calderón y su brazo derecho, el narcotraficante preso Genaro García Luna, dispuso de comandos policiales para, en una mojiganga autoritaria y con base en investigaciones sin rigor, se expusiera un montaje peligroso, y autoritario donde fingía buscar a su hijo y combatir el delito de secuestro.

Hoy, con base en lo documentado por los periodistas Guadalupe Lizárraga y Ricardo Raphael, sabemos que el caso completo es una ficción. Que a partir de una gota de sangre sembrada y con la cooperación de empleados o exempleados de Isabel Miranda y su empresa Showcase, hoy están presas personas inocentes que nunca tuvieron antecedentes penales, cosa que ella sí, por ser una empresaria chicanera y prepotente. Parte de las pruebas contra las personas inocentes se ha construido con base en tortura.

Ese 14 de enero de 2010, de no ser por el agente que, quizá sin proponérselo, dijo en voz alta que se habían equivocado de domicilio, quizá hoy nuestra suerte sería otra. Sin necesidad de hacer especulaciones victimistas, enfocarnos en lo que sí pasó en nuestro domicilio ese día es suficiente para saber que Miranda de Wallace es una montajista irresponsable y criminal que, con ayuda de lo peor de la política mexicana -el sanguinario narcocalderonismo- deshizo vidas y ha perjudicado a muchos inocentes.

Hoy, se sabe que ese personaje vil murió en días recientes. La muerte no la exculpa de nada. No faltará la voz necia que acuse que esta crónica atenta contra una mujer que ya no puede defenderse. Todo lo contrario: nosotros hicimos esta denuncia hace quince años ante la CNDH, y, cuando Miranda Wallace fue impuesta candidata del PAN al Gobierno de la Ciudad de México, el periodista Julio Hernández López dedicó su columna en el diario La Jornada del 19 de enero de 2012 a tratar nuestro caso, mismo que denuncié asimismo en columnas periodísticas y entrevistas tanto en 2019 como 2022, a la par de que increpé por redes sociodigitales a esa persona hasta que me bloqueó, sin nunca dar la cara por sus actos delincuenciales.

Así que no es ella la que no puede defenderse ante esta denuncia, por el contrario, somos nosotros, mi familia y yo, los que ya no podemos defendernos de su atropello, que quedará impune al ella haber muerto sin haber dado la cara y responsabilizarse por las muchas vidas que dañó.

Ese rostro de impunidad nos sirve para la reflexión: Isabel Miranda Wallace representa con nitidez al calderonismo, que no es otra cosa que haber convertido al país en fosa común y al debate público en fosa séptica. Ella contribuyó mediante sus montajes autoritarios e investigaciones fallidas de consecuencias dañinas y ejecución peligrosa y autoritaria, que mientras perjudicaba a muchos inocentes sin resolver nada, se construía una inmerecida imagen heroica ante los ingenuos y a los resabiados.

El día de hoy, ante el fallecimiento de ese personaje, se vuelve indispensable señalar que es necesario hacer un cerco sanitario contra el calderonismo y sus secuelas, entrañadas no sólo en una estrategia fallida, sino a las voces irresponsables que aún insisten en que esa manera histriónica y autoritaria de actuar es la vía correcta para construir la paz en México. Valgan estas líneas para argumentar lo contrario y asentemos que más que nunca, debemos desplazar para siempre al calderonismo y sus secuaces de la vida pública mexicana.

Héctor Alejandro Quintanar

Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona

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