Lorenzo Córdova Vianello
La reforma política de Calderón
Más allá de un posterior análisis puntual y detallado de los planteamientos que en ella se contienen, vale la pena hacer, por el momento, una serie de consideraciones generales sobre la propuesta planteada por Calderón.
En primer lugar hay que subrayar la relevancia de la misma. Aunque desde hace tres décadas se ha venido sosteniendo la necesidad de la “reforma del Estado”, está claro que hoy uno de los aspectos más urgentes y necesarios es la revisión de las relaciones Legislativo-Ejecutivo en el marco de los “gobiernos divididos” para propiciar una mayor gobernabilidad.
Sin embargo, el vínculo que media entre los dos poderes electivos del Estado en un contexto democrático es compleja y no puede simplificarse sin provocar graves distorsiones. En ese sentido, el Legislativo y el Ejecutivo deben reinterpretarse a partir de un adecuado equilibrio y una serie de eficaces controles y garantías recíprocas. La iniciativa presidencial parece estar inspirada en la idea de que la culpa de que hoy no exista una adecuada gobernabilidad es responsabilidad exclusiva del Legislativo y olvida que la misma sólo puede ser el resultado de un rediseño integral que pasa, en primera instancia, por un repensamiento del propio Ejecutivo en una perspectiva democrática.
En ese sentido, la propuesta es insuficiente precisamente porque carece de integralidad en su concepción; se articula de una serie de propuestas (en ocasiones desarticuladas) que no abordan armónica y exhaustivamente un rediseño de las relaciones entre el Congreso de la Unión y el Ejecutivo.
En segundo lugar, se trata de una iniciativa reforma de claroscuros. En la misma se contienen, desde mi punto de vista, tanto propuestas, aún cuando puedan ser ajustadas y perfeccionadas, son pertinentes y oportunas (como la reelección de legisladores y de alcaldes, la iniciativa “ciudadana”, la posibilidad de que la SCJN presente iniciativas en los temas de su competencia, así como las iniciativas preferentes), junto con planteamientos que lejos de propiciar un fortalecimiento democrático erosionan la representatividad de las instituciones políticas (como la reducción de legisladores, las candidaturas independientes para todos los cargos de elección popular, el incremento del “piso mínimo” de votación para que los partidos políticos mantengan su registro) o que, en todo caso, resultan innecesarios para resolver los problemas de legitimidad política que hoy se adolecen (como es el caso de la segunda vuelta electoral).
Finalmente, la iniciativa apela a esa instintiva y peligrosa repulsión a los partidos y al Legislativo que ha venido construyendo intencional y demagógicamente en los últimos tiempos al afirmar que es hora de que se dé más poder a los ciudadanos. No hay que olvidar que si en algún momento de nuestra historia los ciudadanos han tenido capacidad para incidir en la política como nunca antes ha sido precisamente en los últimos tres lustros. Con su voto, los ciudadanos, provocaron la alternancia en la Presidencia, en numerosas entidades (en ocasiones, como en Yucatán, en dos ocasiones) y en incontables municipios. Con su voto los ciudadanos rompieron mayorías predeterminadas en el Congreso y apostaron (bien o mal, según quiera verse) por los “gobiernos divididos”. Acepto y concuerdo con el que quieran estimularse nuevos mecanismos de participación política, pero no debe olvidarse que la gobernabilidad democrática pasa además —y en primera instancia— por el fortalecimiento del Congreso y (aunque suene paradójico a oídos de muchos) de los partidos políticos (apostando por su necesaria e indispensable democratización interna). Sin ello, se quiera o no, simple y sencillamente se mina la calidad democrática del Estado.
En todo caso, bienvenida la iniciativa como un nuevo documento para discutir qué Estado queremos y necesitamos de cara al futuro.
Investigador y Profesor de la UNAM
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