La inocencia ciudadana en México ha sido ilimitada. Los gobiernos han tutelado sus derechos en lo general, mediante formas que derivan en el autoritarismo, la represión y el control de las expresiones. Las redes de manipulación, discrecionalidad y corrupción son inherentes al Estado mexicano y obstruyen el paso a la verdadera representación política, el camino de las reformas y el ejercicio de la justicia.
La Constitución política que nos rige tiene dos formas de ser aplicada: restrictiva para los ciudadanos e ilimitada para los gobiernos que la interpretan de acuerdo con las necesidades del mando.
Los ciudadanos mexicanos sólo son tales por momentos: han sido verdaderos cuando han generado rupturas en el sistema de poder. Las urnas y el voto, que muchas veces han servido para legitimar gobiernos anticiudadanos, también han sido trincheras de liberación. La manifestación pública, el arte, la educación crítica, la ciencia y la prensa independiente han sido armas en manos de la ciudadanía en busca del ejercicio de sus derechos.
Por eso, la enfermedad endémica de la nación es la lucha de los ciudadanos contra sus gobiernos. Es la lidia sistemática de un poder de minorías que al constituirse se aleja de los ciudadanos, convertidos en mayoría dispersa y controlada por los mecanismos del clientelismo, las políticas sociales corporativas, la amenaza, la corrupción administrativa y las versiones oficiales difundidas a través de los medios de comunicación, convertidas en decretos de facto.
En México, la soberanía no reside en el pueblo, como señala la Constitución: los poderes públicos, constituidos vía los partidos, envueltos en el discurso republicano, se han transformado en una aristocracia protegida por prerrogativas provenientes del erario y los impuestos, pero también del fuero político. El poder surgido de las urnas está blindado por el fuero constitucional que separa a los gobernantes de los ciudadanos: son los derechos de la nobleza contra la plebe.
Al haber quedado depositada la soberanía en una minoría cada vez más rapaz, la soberanía nacional ha disminuido. Lo nacional goza entre los mismos mexicanos de gran desprestigio porque el país está atascado en sus propias contradicciones y debilidades surgidas del divorcio entre ciudadanos y poderes, entre economía y esfuerzos, entre prudencia civil y prepotencia gubernamental.
Lo fiscal es un tema central no solamente en lo que respecta a las finanzas estatales, sino en cuanto a la representación política. La oligarquía económica y sus formas monopólicas luchan por el poder para evadir el pago de impuestos. La falta de ética fiscal, las componendas con los intereses económicos globales y la rapiña han dado por resultado una economía injusta.
Las deformaciones económicas creadas no sólo por el desorden mundial, sino por los intereses locales que tienen nombre y apellido, son las autoras de la inmensa economía informal que se ha convertido no nada más en refugio de sobrevivencia de una mayoría empobrecida y lumpenizada, sino factor dinámico para la acumulación originaria.
Quienes alimentan y proveen de la subsistencia diaria a la gran mayoría en pobreza endémica no son las políticas sociales ni el clientelismo ni la filantropía ni los teletones, sino los ingresos mínimos, divididos en ingresos ínfimos que se distribuyen de pobres a pobres, en las calles, en las comunidades deprimidas y las provincias abandonadas. En México, las migajas no son migajas, sino recursos que se distribuyen y originan la prudencia social del pueblo. Es lo que detiene en el fondo el estallido social con el que amenazan unos políticos a otros.
La política no debería tener adjetivos porque es una ciencia noble, inherente a la inteligencia humana. Los políticos sí, porque en su nombre y en defensa de intereses que van desde los auténticos hasta los que defienden privilegios, han hecho que los ciudadanos se acerquen o se alejen de la política.
Al entrar en unos días al determinismo arbitrario del tiempo de los 200 y los 100 años, al culto de las efemérides y la justificación de las estatuas, bien podemos seguir atascados en nuestra falta de sentido o hacer del calendario un programa renovado de nación. La política es inherente al ejercicio de la ciudadanía. Los ciudadanos deben construir fuerzas políticas motrices, formar intelectuales críticos e independientes, que abran la economía, que den nivel al debate público y liberen del secuestro las reformas.
Lamentablemente, los poderes y los partidos quieren seguir como estamos, pues eso es la fuente de sus privilegios. Por fortuna, para los ciudadanos el mal es imperfecto y caerá pronto por decadente.
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