Editorial La Jornada...
Sin duda, el frente más alarmante es el económico. En buena parte del globo parecen amainar los peores efectos de la crisis mundial que se desencadenó a fines del año antepasado, pero en nuestro país la recesión dista de haber tocado fondo y aún están por verse las consecuencias en la producción de la severísima contracción experimentada por el mercado interno. El incremento del desempleo, la grave pérdida del poder adquisitivo de los salarios y los implacables incrementos de impuestos y tarifas harán inviable la existencia de múltiples empresas medianas y pequeñas que cifraban su supervivencia en la colocación de sus productos y servicios en el mercado nacional. De manera previsible, ello redundará en una segunda oleada de despidos que agudizará la crisis.
Tales fenómenos indeseables ocurren en el escenario de previo desastre social que dejan tras de sí cuatro sexenios sucesivos de políticas económicas neoliberales: pobreza y miseria, marginación, desintegración social y familiar, erosión alarmante de los sistemas públicos de salud y educación y, como consecuencia, incremento de las conductas antisociales que alimentan el crecimiento imparable de la delincuencia organizada y sus secuelas de violencia, inseguridad y colapso del estado de derecho. En este contexto, no hay política de combate a la criminalidad, ni siquiera si se tratara de una estrategia lúcida y planificada –lo que no parece ser el caso de la que está en curso– con perspectivas de éxito apreciable. Por ello, si el año pasado las muertes provocadas por ese fenómeno difuso y confuso llamado guerra contra la delincuencia
alcanzaron una cuota sin precedente, parece difícil que las cifras se reduzcan en el que comienza. Tampoco parece haber margen de acción para que las autoridades federales, estatales y municipales recuperen algo del territorio que han perdido, en términos de control regional, a manos de las corporaciones criminales, por espectaculares que resulten los golpes que les propinen las fuerzas militares y civiles. Y, desde luego, en semejante entorno no existen las condiciones requeridas para iniciar la reversión del proceso de corrupción e infiltración sufrido por las dependencias públicas, las cuales, en no pocos casos, se revelan como instrumentos al servicio de cárteles de la droga, de bandas dedicadas al secuestro o de otras expresiones delictivas.
En el ámbito político las cosas no se presentan menos desesperanzadoras. El predominio de los llamados poderes fácticos
–particularmente, el de los conglomerados mediáticos privados y el de las corporaciones extranjeras dedicadas a los sectores energético, minero y de servicios públicos– es evidente, escandaloso y nugatorio del orden institucional; los partidos políticos, en su conjunto, enfrentan un descrédito sin precedentes; las instancias judiciales han empañado su autoridad moral con la emisión de fallos que la opinión pública encuentra repudiables y con una supeditación al Ejecutivo cada vez menos discreta; el Legislativo, dominado por la dupla PRI-PAN y por el oportunismo de otras formaciones menores, se muestra incapaz de actuar como contrapeso a las extralimitaciones gubernamentales y de defender a la población en general de ofensivas autoritarias que apuntan a reducir o desaparecer los derechos políticos y laborales y las garantías individuales; organismos antaño acreditados, como el Instituto Federal Electoral y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, experimentan hoy una falta de credibilidad que les impide desempeñar adecuadamente sus funciones; el Ejecutivo federal, por su parte, cada vez más aislado y reducido, no acaba de encontrar otras formas de hacer política que la imposición, la evasión, el recurso a la policía y a las fuerzas armadas y la repetición inagotable de un discurso triunfalista muy distante de la alarmante y desastrosa circunstancia.
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