La continuidad que ofrecen tanto el Sr. Calderón y sus encumbrados mandantes como el priísmo ensoberbecido y reaccionario, tratará de ser impuesta desde esas distantes cúpulas. Un real espejismo de gobierno que no tiene, siquiera, una mínima aspiración de grandeza. Las reformas adelantadas para reinyectar energía no son más que ajustes de segunda o tercera generación para afinar el mismo modelo probadamente ineficaz, disolvente e injusto. Vueltas perennes a una noria agotada, infestada de cortos intereses privados sobrepuestos a los públicos y una colección discursiva de propósitos sin basamento alguno de realidad. Simples engaños para sortear momentos álgidos, distractores de premuras y apaciguadores de daños y rencores. Un triste panorama que, en verdad, ya define la primera década del siglo XXI.
La alternancia traicionada por Fox y la ineficacia operativa del Sr. Calderón son los saldos del panismo triunfante en 2000 y del fraudulento de 2006. Enormes caudales de recursos que se dilapidaron en medio de un entorno de miseria y marginación crecientes. Pese a los preparativos para enfrentar las turbulencias de un año electoral en puerta, presagios de 2012, al panismo no le queda gran cosa que ofrecer, salvo su apego al consenso de Washington bautizado con la esclerótica doctrina del alto clero local y sus conexiones vaticanas. El priísmo, por su parte, al menos esa vertiente más adelantada en su promoción encabezada por Peña Nieto, se va develando, con paso firme, como el segmento más atrincherado de la reacción: una especie vernácula y atildada del catolicismo más provinciano. Un salto atrás que sus patrocinadores tendrán que repensar si, al menos, desean conservar algo de sus masivos privilegios.
La distancia que por estos inflamados días muestra el alto clero respecto de la conducta de la sociedad se reproduce y hasta amplía entre las elites gobernantes mexicanas y la ciudadanía. En efecto, el avance de la secularización va dejando un rastro feroz de desencuentros con el autoritarismo eclesiástico, refugio de obispos, papas y cardenales al exudar sus bulas condenatorias. Es precisamente esa distancia que se ensancha lo que engendra y acelera el desprestigio de los curas. El catolicismo retrocede, hasta casi desaparecer, en muchas naciones antes catalogadas como fieles creyentes. El caso español es ejemplar. Sólo 10 por ciento de la juventud actual de ese país se declara practicante regular de los ritos religiosos. El resto, la abrumadora mayoría, se distribuye entre ateos, agnósticos y personas que fueron bautizados, pero no siguen los ritos ni creen los dictados de la Iglesia. Los sacerdotes ocupan el último escalón en el aprecio de las profesiones, sólo arriba de los militares de carrera. Lo notable es que la clerecía no se da cuenta de que, a mayor su impertinencia con la conducta, las expectativas y las valoraciones de la gente, su desprestigio aumenta de manera proporcional hasta erosionar los antiguos aprecios de que gozaba.
Para el caso de las elites conductoras nacionales, en especial las políticas –sin olvidarse del empresariado de gran tamaño–, su desapego de las tribulaciones populares forma ya una enorme zanja que la propaganda no logra, ni siquiera, disimular. El priísmo dirigente se asfixia y sólo la manipulación del voto mitiga el deterioro que se le acumula en la conciencia colectiva. Sus directivos han colaborado, en todo momento, con la imposición del modelo vigente, tan cruento para el pueblo. Bien puede decirse que son, esos priístas encumbrados, los que lo sostienen y alimentan. Sin ellos, los panistas se ahogarían en sus propias ineficacias y groseros gorgojeos conceptuales. Sus difusores, rápidamente auxiliados por los intelectuales de la derecha, hacen malabarismo y medio para seguirles dotando de herramientas propagandísticas. Aún así, se desprenden, de manera acelerada, de esa tradición laica que tanto les sirvió de sostén y trampolín frente al electorado. El salto atrás de la nomenclatura priísta con motivo de la penalización del aborto hace crecer sus pasivos ya de por sí onerosos. El mensaje enviado por el gobernador Peña Nieto no tiene, tampoco, desperdicio. Han redondeado su postura: de aquí en adelante serán los abanderados de la reacción. De esa que se subordina al Vaticano y a sus escleróticos dignatarios a quienes, por lo demás, les confiesan sus planes íntimos. No dudan, tampoco, en usar toda esa parafernalia grotesca de lujos y poder para asentar, y dar lustre, a su imagen personal ante los creyentes: un conjunto humano que, piensan sus asesores de imagen, es mayoritario e inocente hasta la torpe ridiculez.
El futuro se clarifica con rapidez inusitada. A partir del año entrante, el horizonte político y hasta cultural de la nación se dividirá en dos tendencias contrapuestas. Una que empujará hacia la concreción del modelo actual. Es decir, pugnará por la continuidad. De su lado tendrán al poder establecido con todos sus resortes y mecanismos, en especial los medios de comunicación electrónica y las muchas instituciones bajo su férreo control. En el otro se dibuja y cristaliza una insurrección popular, no violenta, pero decidida a dar y ganar la batalla de cara a sus aspiraciones futuras en un intento por reconstruir la República.
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