6/21/2015

Mar de Historias : Padre o papá



Cristina Pacheco
¿Qué le regalo a mi papá? me preguntaba siempre, como lo haces tú ahora, en vísperas de su día. Optar entre un libro o una loción, un sombrero o una camisa me tomaba horas, sobre todo para no coincidir con el obsequio que pensaran llevarle mis hermanos. ¿Puedes creer que aún me sucede lo mismo?
Mi padre lleva muchos años de muerto y, sin embargo, por estas fechas sigo preguntándome: ¿qué le regalo a mi papá? ¿Qué puedo obsequiarle cuando lo sé desapegado y ausente para siempre? Ya nada le significan las letras, los aromas, las texturas ni hay posibilidad de que le exprese mi amor con un abrazo. ¿Entonces..?
Tengo la solución: lo mejor que puedo regalarle en este día son recuerdos. Los seleccionaré como se eligen las fotografías guardadas en una maleta o en una caja y tienen en el reverso unas cuantas palabras y una fecha con que, inútilmente, pretendemos anclarlas en viejos calendarios embellecidos por el arte de Helguera.

II
Muchas de esas fotografías sólo están en la memoria. Es cosa de buscarlas y ponerles también, ¿por qué no?, una inscripción en el reverso: Mi papá y yo, caminando por San Juan de Letrán. Mi padre sembrando una semilla de naranja en el jardín de San Álvaro. Mi papá en mangas de camisa y con tirantes, afeitándose ante un trozo de espejo. Mi madre, mi padre y yo, sentados en la banqueta ante una ferretería en la avenida Chabacano.
Esta foto imaginaria es algo triste. Habla de la primera semana en que mi padre –recién llegado del pueblo– trabajó, sin experiencia en el ramo, en una ferretería que recuerdo inmensa, oscura, atiborrada. La obligación de pasarse allí ocho horas debe haber sido terrible para un hombre acostumbrado a trabajar la tierra a cielo abierto y sin quien le impusiera horario ni rutina.
Para hacerle menos difícil la experiencia, mi madre decidió que ella y yo (a punto de ingresar a la primaria) fuéramos a visitarlo durante la media hora que le daban para comer. Foto: Mis padres y yo sentados en la banqueta comiendo tortillitas con aguacate y sal. La dicha de estar juntos se terminaba pronto. Nos despedíamos con dolor, como si mi padre fuera a permanecer mucho tiempo de viaje en un país desconocido, remoto y de habla extraña.
Foto: Mi padre, en la cocina, llorando. Recuerdo la escena como si hubiera sido ayer, percibo el olor de su ebriedad y escucho la confusión de sus palabras cuando nos anunció que acababa de renunciar en la ferretería. No dio explicaciones de su acto irresponsable. Tardé en comprender que se lo había dictado la urgencia de alejarse de un techo y de un patrón.
Al poco tiempo recibimos una carta de mi abuela Deódora. En ella le aconsejaba a mi padre que se regresara a nuestro pueblo de origen. Allí podría trabajar en el campo o en la compra y venta de ganado y semillas. Él descartó la sugerencia. Foto: Mi padre y yo en la calzada México-Tacuba, camino de mi escuela el primer día de clases.
III
Casi todas las fotos familiares se han perdido. Las que guardo en la memoria son muchas y están revueltas, excepto algunas entre las que está mi preferida. Si realmente existiera mandaría imprimir una copia grande para regalársela a mi padre este domingo, aunque yo sepa que ni la letra ni los aromas ni las texturas ni mi abrazo ni las imágenes puedan significarle algo.
Foto: Mi padre, inclinado sobre mí, guía mi mano para que dibuje mi primera a en un cuaderno. La luz que ilumina la escena entra por la única ventana de un cuarto bajo hecho de adobe, oloroso a maíz y a manzanas verdes. Su redondez inspiró a mi padre para enseñarme la letra con que se escriben palabras como amor, árbol, amanecer. Con la a también se dice ausencia.
Foto: Mi padre, sonriendo desde la puerta del cuarto, observándome mientras hago una plana de A. Mi compensación por aquel logro: un barrilito de caramelo. Esa golosina fue la gratificación que mi padre me dio por haber aprendido otras dos letras: la be y la ”ce”.
Imposible imaginar cuánto tiempo le habrá tomado a mi padre hacerme comprender la diferencia entre la ce y la che, la ele y la te, la ene y la eñe. Cuando al fin lo conseguí, él me presentó el resto de las letras. Lo hizo con miramiento, como si se tratara de parientas desconocidas que habían irrumpido en nuestra casa del rancho con ánimo de permanecer allí por largo tiempo.
Lo mejor de aquella etapa de aprendizaje llegó el día en que logré componer palabras de dos o tres sílabas –mamá, papá, gato, perico– y después mi nombre. Hasta la fecha, cuando lo escribo siento la luz que inundaba aquel cuarto de adobe, de una sola ventana, y respiro el olor del maíz y las manzanas.

IV
No sé cuándo empecé a alternar el término papá con el de padre. Éste es mi preferido, pero ambos me despiertan emociones profundas muy bellas. Sus sílabas enmarcan el retrato de un hombre bajito de estatura, un poco jorobado, de frente muy amplia, nariz superlativa y ojos verde oscuro. Cerrados, para siempre dormidos, en mi recuerdo conservan la intensidad, el brillo y la alegría del momento en que mi padre me vio escribir su nombre: Antonio.

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