Rafael Landerreche*
En el país de la impunidad no nos cansamos de denunciar, rezaba la manta que colgaba como telón de fondo en el acto en que la sociedad civil de Las Abejas recordó, el 12 de agosto, el sexto aniversario de que la
Suprema Corte de ricos y criminales(como la llaman Las Abejas) decretó la excarcelación de los presos detenidos como responsables de la masacre de Acteal; sentencia basada, no en la demostración de la inocencia de los presos –algunos de ellos estaban ya sentenciados y hasta confesos–, sino en esa muletilla legalista que utilizan los jueces y los ministros cuando les conviene: las
fallas en el debido proceso. En la misma conferencia de prensa denunciaron Las Abejas el asesinato de Manuel López Pérez, ocurrido unas semanas antes de ese nefando aniversario: el primero de los miembros de su organización en morir de manera violenta después de que el holocausto de los 45 mártires –como los conocen en Acteal– detuvo la espiral de violencia que se había desatado en el municipio de Chenalhó. Es verdad que los responsables de este último asesinato no fueron los paramilitares liberados por la Corte y que la tragedia sucedió en el vecino municipio de Pantelhó, en circunstancias que no parecen tener relación con el proyecto de contrainsurgencia que desembocó en la masacre de Acteal. Pero de que existe un vínculo entre el homicidio del 23 de junio pasado y el del 22 de diciembre de 1997, indudablemente existe, y es ni más ni menos que el señalado en la manta de Las Abejas: la impunidad.
Se trata de una impunidad que, como señalan Las Abejas, no es
privativa de Chenalhó y ni siquiera de Chiapas, sino que reina a sus
anchas en todo el país. Y además no es sólo impunidad, sino algo peor:
la corrupción e inversión total de la justicia. Los que deberían estar
adentro están afuera y los que deberían estar afuera están presos.
Libres andan los autores materiales e intelectuales de Acteal, como
libres andan los verdaderos responsables de los crímenes de Ayotzinapa,
de Tlatlaya, de Ostula, mientras se mantiene tras las rejas a Nestora
Salgado, a Cemeí Verdía, al doctor Mireles. Libres andan El Chapo y
Chuayffet, mientras los defensores de derechos humanos y los
periodistas que enfrentan al poder son perseguidos y asesinados
impunemente. Estos son datos que pueden llegar a cansarnos de tanto
repetirlos, pero, como decía la manta, no hay que cansarse de denunciar.
Sin embargo, más allá de la denuncia, hace falta entender en
profundidad lo que está pasando, entender que la tormenta que viene ya
está aquí desde hace rato y que nuestro problema es que a pesar de
tanto ver lo mismo seguimos sin aquilatar la naturaleza y la magnitud
de lo que nos sucede.
Cuando el papa Francisco dijo que Argentina se estaba mexicanizando –comentario
que tuvo que ser escamoteado diplomáticamente para no herir
susceptibilidades–, no estaba hablando a la ligera ni superficialmente.
Probablemente tenía detrás de su afirmación los análisis de una
organización que combate el tráfico de personas a la que era muy
cercano desde sus tiempos de arzobispo de Buenos Aires. En una reciente
entrevista el vocero de la organización La Alameda puso de relieve el
trasfondo del comentario papal. En Argentina, afirmó, “atravesamos un
proceso parecido al que vivió México hace 10 años, cuando la corrupción
estatal prolongada se fusionó con el crimen organizado, generando un
estado de mafiosidad. Y lo mismo nos ocurre ahora a nosotros: cada
comisaría de Buenos Aires tiene un mapa del delito en su propia
jurisdicción absolutamente exacto, pero no para combatirlo. El Estado
está ausente o está presente de manera mafiosa… Ninguno de estos
delitos se puede cometer de manera reiterada y por un tiempo prolongado
si no hay complicidad o reticencias a nivel estatal… No se puede
traficar droga si no hay complicidades en la frontera, si no hay
aquiescencia en las comisarías de los barrios, si no hay coberturas en
el sistema judicial, en fin, sin ‘corredores’ y ‘nichos’ de corrupción
en el Estado nacional” (
Trata y narcotráfico: segundo round en el Vaticano, Va tican Insider).
Todo esto es una verdad evidente, tan evidente como la fuga de El Chapo.
Pero a esa corrupción en el Estado nacional habría que agregar el marco
internacional. Mucho antes de que se llegara en México a los extremos
de interpenetración del Estado y el llamado crimen organizado que ahora
padecemos, el imperio había tejido sus redes de corrupción para
asegurar sus propios fines. Una película estrenada este verano que no
fue apreciada en México como debiera, Maten al mensajero,
narra la historia real de cómo un reportero de California, Gary Webb,
fue siguiendo la pista a la súbita y abrumadora aparición del crack en
las barriadas negras y latinas de Los Ángeles en los ochentas y cómo el
hilo que descubrió lo fue llevando hasta las puertas de la CIA y de la
operación Irán- Contra, con la que el gobierno de Reagan
combinó la venta de droga y la venta de armas a su supuesto gran
enemigo para apoyar a la contrainsurgencia en Nicaragua. Los hilos de
la maraña se extienden –aunque esto ya no lo narra la película– a
nuestro propio país, vía Caro Quintero, el otro fugado, o mejor dicho,
aunque para el caso es lo mismo, otro excarcelado por las autoridades
con el cuento de las
fallas en el debido proceso, tal como hicieron con los paramilitares de Acteal.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando se juntan la corrupción y la
prepotencia de los poderes locales con las del poder imperial? Resulta
de gran interés constatar que toda la historia de la institución que
preside el papa Francisco comenzó justamente con una conjunción
perversa de esta naturaleza. Los poderes locales de Jerusalén,
formalmente poderes religiosos pero de hecho poderes políticos,
conspiraron con el poder del imperio romano para ejecutar a un profeta
galileo que andaba alebrestando a la población. La forma concreta de
ajusticiamiento –crucifixión a la entrada de la ciudad– era una
particularidad de la época, pero en la lógica político-sicológica del
terror inducido era exactamente lo mismo que dejar cadáveres colgando
en los puentes o exhibir cabezas de decapitados con el letrero “pa’ que
aprendan a respetar”. Y no está de más anotar que el golpe se llevó a
cabo con la complicidad de un pueblo manipulado para que pidiera
liberar a Barrabás, al que días después Pedro, el predecesor de
Francisco, le espetó esta frase que resume perfectamente la situación
que vivimos en México:
Ustedes han sentenciado al inocente y han dejado libre al asesino. Dirían Las Abejas: son los usos y costumbres del poder.
*Colaborador en el proyecto educativo de Las Abejas
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