Manlio Fabio Beltrones, exdiputado federal. Foto: Octavio Gómez |
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Considérese el nombramiento del nuevo presidente del
PRI. El presidente del país nombra con su dedo índice al diputado
Manlio Fabio Beltrones para el puesto. Beltrones le otorga a cambio la
cortesía de declarar clausurada la sana distancia entre el primer
mandatario y su partido político.
A continuación el ya presidente nombrado del PRI pide licencia para
emprender su campaña por la presidencia del partido. Pronto lo veremos
luchar con fervor en 100 ceremonias por conseguir una presidencia que
ya le está concedida.
Incluso es posible que en un afán de realismo se le invente un
adversario. O adversaria, para que alegre con sus trajes sastre de
color pastel la contienda. Y luego por fin habrá votaciones, secretas
además, y un recuento escrupuloso de votos y el anuncio del ganador ya
por todos conocido: don Manlio Fabio Beltrones, quien sonreirá entre
sorprendido y conmovido ante las cámaras de la prensa.
¿No hubiera sido más fácil que el presidente del país saliera a
decir: Este es el nuevo presidente de mi partido porque yo lo digo, y
si no les gusta coman habas? El ahorro en simulaciones y mentiras y
confeti y gastos de campaña y elecciones sería agradecible. El aumento
en la confianza en las palabras del presidente del país hubiera subido
una raya.
Pero no pidamos peras al olmo ni al PRI que no sea el PRI. El PRI no
puede evitar ser eso en lo que su historia lo convirtió. Un
autoritarismo que se envuelve en ropajes de democracia y por derivación
envuelve la verdad en sustitutos, a más barrocos más estimados.
¿En serio es necesaria la farsa? Hace un par de años en una
entrevista se lo pregunté a Manuel Camacho Solís. ¿Por qué el PRI no
dice, al estilo del Partido Comunista Chino: descreemos de la
democracia, nos parece desordenada, nos gusta tener un mandón de turno,
ese es nuestro método de gobierno? Y Camacho Solís, con algunos
parpadeos de perplejidad previos, me confesó que no sabía si era
necesaria la farsa. Que a su parecer su razón hacía décadas se había
extraviado, pero la más plausible era la que sigue. “Supongo” empezó,
“que cada régimen o partido quiere describirse a sí mismo de una forma
legítima, y la democracia es más legítima que la dictadura”.
Y si esa razón es pobre, y sin embargo la más plausible, las
consecuencias de un juego tan rebuscado no son inocuas. La principal es
que el sistema político que el PRI creó a lo largo de 70 años a su
imagen y semejanza, y el PAN no modificó, carece de agencias para
capturar y nombrar la verdad. Es decir, carece de una policía
científica y reprime al periodismo de investigación que pudiera desde
fuera del gobierno capturar la verdad.
No es que en México se oculte la verdad, es que en México, y salvo
heroicas excepciones, a la verdad ni se le busca ni se le encuentra, y
la simulación y la mentira con que se le suple forma una nebulosa que a
la vez oculta y perpetúa la única opción que parece poder ordenar un
sistema sin información segura. El autoritarismo.
Considere ahora el lector, la lectora, cómo en los asesinatos de la
colonia Narvarte se reproduce la misma dificultad con la verdad, ahora
con efectos trágicos.
Recién descubiertos los cuerpos asesinados, la policía del DF
inventó una “verdad” que difundió a golpes de autoritarismo. Los
asesinos, que habían entrado al departamento sin violar cerradura
alguna, habían departido con las víctimas durante toda una noche y
hasta las tres de la tarde del día siguiente.
¿Para qué demonios difundió la policía ese invento?
El para qué es obvio. La imagen de la fiesta con alcohol y sexo que
se plantó en la conciencia colectiva, colocó la responsabilidad de los
hechos criminales en las víctimas. Fueron ellas las que abrieron la
puerta de su departamento a los asesinos, fueron ellas las que los
entretuvieron y se embriagaron con ellos, fueron ellas, en suma, las
que, por incautas, bebedoras y sexuales, resultaron copartícipes de su
propia muerte.
Atribuida la culpa a las víctimas, la policía capitalina pudo
entonces haberse ahorrado cualquier investigación, y hubiese cerrado el
caso, a no ser que en esta ocasión excepcional dos de los asesinados
dejaron tras de sí evidencias y testigos de que habían sido amenazados
semanas antes por los esbirros del gobernador de Veracruz. En un video
escalofriante Nadia Vera dice, desde el pasado capturado por la cámara:
“Declaro responsable de lo que pueda sucedernos al gobernador de
Veracruz y su gabinete”.
Decía Octavio Paz que la mentira nos condena a la soledad. Al
laberinto personal de la soledad de cada ser humano, separada de las
otras soledades por lo falso. Decía también Octavio Paz que la verdad
en cambio nos conecta a los otros y derrumba las paredes de los
laberintos. Y decía por fin que el autoritarismo en México tiene como
aliada a la mendacidad. El autoritarismo sólo puede imponerse sobre el
nosotros destazado en soledades.
Lo que Octavio Paz dejó sin decir y nosotros, habitantes de este
siglo, podemos afirmar, es que la mentira y el autoritarismo no son
parte de nuestra esencia nacional. Son más bien el resultado de una
ausencia histórica: la creación y protección de instituciones para
capturar la verdad. Y lo podemos afirmar hoy porque en nuestro tiempo,
a diferencia de aquel que habitó Octavio Paz, el clamor por la
fundación de esas instituciones, y la protección de las contadas que
existen, es lo que está uniendo a gran parte de la sociedad.
Nadia Vera y Rubén Espinosa eran parte de ese esfuerzo colectivo.
Ella activista del YoSoy132 de Xalapa; él, fotoperiodista de
Cuartoscuro y Proceso.
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