Descubrimos a qué punto somos viajeros cargados de equipaje: Cargamos
valijas, bolsas, baúles, armarios, máquinas de coser antiguas.
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“Hay
un dicho que es tan común como falso: El pasado, pasado está, creemos.
Pero el pasado no pasa nunca, si hay algo que no pasa es el pasado, el
pasado está siempre, somos memoria de nosotros mismos y de los demás,
en este sentido somos de papel, somos papel donde se escribe todo lo
que sucede antes de nosotros, somos la memoria que tenemos”: José
Saramago
Llegamos escritos. Escritos por los inconscientes, los imaginarios,
tantos deseos y contra deseos de las personas que nos preceden y nos
reciben. Llegamos escritos y comenzamos a escribirnos desde un espacio
de libertad muy relativa. “Elegirse” a una/o mismo, es una opción que
viene después. Mucho después. “Elegirse”, ¿quizá es un camino tan largo
y tan accidentado como la vida misma? ¿Quién elige desde mí cuando
elijo? ¿Cuáles son las fuerzas interiores que me llevan hacia una
elección? ¿Qué lugar ocupan en mis elecciones las marcas de mis
memorias inconscientes?
¿Quién habla cada vez que digo “Yo”? Es un enredo nuestra realidad
de seres escindidos. Esos múltiples velos entre lo que recordamos, lo
que creemos que recordamos, lo que no recordamos, y lo que creemos que
no recordamos. “Si fuera importante lo recordaría”, escuché hace unos
días, y me quedé pensando: una no recuerda, también, aquello que fue
demasiado importante. Con “demasiado” me refiero a esas vivencias tan
dolorosas y perturbadoras que hacemos desaparecer (sin darnos cuenta)
con la vaga ilusión de no tener que convivir con ellas.
Pero es inevitable la cohabitación con la memoria inconsciente. Con
lo que recordamos sin saberlo. Con aquello que nos llama hacia
definiciones prefabricadas de nosotras mismas, sin saberlo. Hay algo
entonces, en esas confrontaciones con los condicionamientos de infancia
y adolescencia que nos jala de los cabellos. Como un túnel del tiempo.
Hay viajes que pueden o no suceder en la realidad y que nos conducen
hacia ese túnel del tiempo. Descubrimos a qué punto somos viajeros
cargados de equipaje: Cargamos valijas, bolsas, baúles, armarios,
máquinas de coser antiguas. Nuestros moños de infancia, los vestidos
de la abuela, las calles que se inundan. Cargamos el amor de los
inicios y los desamores de los inicios.
¿Qué puede haber más duro por reconocer y aceptar, que los desamores
de los inicios? ¿Qué puede haber más duro por reconocer y aceptar, que
los abandonos y los desamparos? Porque ellas, las figuras tutelares,
también traían sus historias: sus valijas, sus bolsas, sus baúles, sus
armarios y sus calles inundadas. Porque a ellos también les sucedía
decir: “Yo”, sin saber quién hablaba cuando decía “Yo”. Porque a ellos
les sucedía decir: “yo sé quien eres”, en esos tonos rotundos y
definitorios que a una entonces (y ahora) la ponen a temblar por
cantidad de razones y sinrazones.
Ese “yo sé quién eres”, ¿inscrito en la proyección? ¿En lo que cada
quien necesita que el otro sea, para hacer coincidir las piezas del
rompecabezas familiar? Las piezas tienen que embonar, ¿por qué sería
tan de pánico que no embonen? Tal vez porque resulta complejo imaginar
otras maneras de construir pertenencia. Pero en términos humanos, para
que “las piezas embonen”, es necesario recortar por aquí y por acá.
Silenciar, distorsionar, hacer uso continuo del pegamento y las tijeras.
Editar por acá los deseos y la realidad de uno, editar por allá los
deseos y la realidad de otra. Convertir elecciones y logros en zonas
oscuras, rechazadas e ignoradas cuando no corresponden al territorio de
lo conocido y domesticado. Si cada quien sigue su vocación, sus
preferencias y sus deseos, se está diferenciando. ¿Qué tanto está
permitido diferenciarse sin que se considere una traición? Corremos el
riesgo de empobrecernos los unos a los otros, si recortamos en el
lugar exacto de las diferencias. Corremos el riesgo de idealizar lo que
mantenga las semejanzas a las que suponemos creadoras de identidad,
aunque esas “semejanzas” no tengan nada de deseables, o sí para unas/os
y no para otras/os.
Sumergirnos a contrapelo en el laberinto de espejos para que la
diferenciación no se convierta en la tan temida –y culpígena-
“traición”. Quizá no se trata –en una familia- de: “todo cabe en un
jarrito sabiéndolo acomodar”, sino de quebrar el jarrito y salir a
inventar algo nuevo. Las limitaciones, la claustrofobia que puede
generar un jarrito. Ese rebotar entre cuatro paredes como si el mundo
no fuera inmenso, y los derechos (a la vida) y a los sueños de cada
una/o, no fueran también inmensos.
Las fantasmagorías y las rivalidades que puede provocar el
claustrofóbico jarrito: ¿quién es el “elegido”/”la elegida”? ¿Quién
dijo la última palabra? ¿Quién controla el jarrito? ¿Quién se gana el
premio máximo –hacia adentro del jarrito- porque está dispuesto/a a
resguardar con uñas y dientes las columnas del Non Plus ultra? ¿En qué consisten, para qué sirven –en los imaginarios- los ideales del jarrito?
Cargamos aunque vayamos ligeros. Cada persona aprende a negociar con
lo que carga. En el mejor de los casos: cada una/ aprende a crear con
lo que carga y a desprenderse de a poquitos de aquellos deseos y
condicionamientos que nos llegan de los otros, que introyectamos y que
un día somos capaces de reconocer que no son nuestros. Oh, deseamos
ser almas rebeldes en lucha –hasta un día- contra la omnipotencia del
jarrito. “Si te pliegas te quiero”, “si no te pliegas te desquiero”.
“Si te sometes me quieres, si no te sometes me traicionas”.
No necesariamente es así de explícito. Es más, puede llegar a ser
muy sutil, ese asunto del jarrito que les cuento. Pero existe, con una
inimaginable frecuencia. Y una recuerda y reconoce el pasado. Una sabe
que está allí, pegado a sus talones como la sombra al zapatito de Peter
Pan. Aprender a amar sin condicionamientos, sin alienaciones, sin
encierros. Siempre es tiempo. Sin rivalidades, sin batallas por el
espacio, la mirada, la aprobación, la palmadita. Aprender a amar
cediendo, pero sin cederse.
Llegamos escritos y nos escribimos.
Siempre es tiempo.
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