Juan Arturo Brennan
Más allá del oso
imperecedero que protagonizó hace unos días la Academia de Hollywood al
final de la entrega de los Óscares, con el anuncio equivocado y
presurosa rectificación del premio a la mejor película, y de la infinita
polémica que es posible desatar (como de costumbre) sobre las demás
nominaciones y premios, me parece que este año los académicos votantes
se dejaron llevar por el lugar común y la chabacanería a la hora de
elegir la mejor partitura cinematográfica de 2016. Catorce nominaciones,
seis estatuillas y un Óscar en falso es la cosecha que levantó el musical La la land,
dirigido por Damien Chazelle, y quizá uno de los premios que más puede
prestarse a la controversia es el otorgado a Justin Hurwitz por su
música para este filme.
De entrada, no es del todo ocioso especular con la posibilidad de que, en el marco de tantas nominaciones para La la land, y con la decisión (seguramente muy negociada) de designar como mejor película a Luz de luna
para quitarse el bien ganado estigma de racismo, la Academia decidió
dar alguna morralla de consolación al mediocre y sobrevalorado filme de
Chazelle. Entre esa morralla, cayó el premio musical a Justin Hurwitz,
creador de una partitura meramente eficaz y competente, pero que carece
de momentos realmente memorables. A la música de La la land le ocurre, me parece, lo que le ha sucedido a las partituras de otros musicals
con los que la crítica ha sido demasiado tolerante: una falta
generalizada de convicción y una ausencia de música perdurable.
Recuerdo, por ejemplo, las fallidas músicas de Los miserables y Sweeney Todd, que en su momento comenté en este espacio. Para enfatizar la mediocridad de la música de La la land y entender mejor el asunto, basta echar un vistazo a la lista de algunos musicals ganadores del Óscar a la mejor película: Un americano en París, Gigi, Amor sin barreras, Mi bella dama, La novicia rebelde, Oliver!, Chicago. Todas ellas tienen partituras claramente superiores a la que escribió Justin Hurwitz para La la land,
y en todas ellas es posible hallar varias melodías imborrables, buen
número de las cuales se han vuelto clásicas. Y para más señas, mis oídos
me dicen que cualquiera de las otras partituras nominadas en esta
ocasión (las de Jackie, Un camino a casa, Luz de luna y Pasajeros) tiene, claramente, más méritos que la de La la land.
Lo que no deja de ser aún más extraño es que la mejor partitura fílmica del año (de nuevo, mi opinión personal), la de La llegada,
escrita por Jóhann Jóhannsson, ni siquiera fue considerada en las
nominaciones. Al realizar la breve investigación de rigor, me entero de
que la música de La llegada (que es, además, una de las
películas más inteligentes y sensibles de 2016) no pudo ser considerada
para las nominaciones por mejor música original debido a que al inicio y
al final del filme se escucha una pieza de Max Richter titulada On the Nature of Daylight. Si sus castos oídos, lector, sufrieron confusión y enredo en medio de la hipérbole mediática que se generó alrededor de La la land y su olvidable música, no deje de ver (o revisitar) La llegada, filme que además de sus muchos valores conceptuales, narrativos y visuales, tiene un soundtrack
(música, efectos y todo lo demás) de primer orden, y la partitura de
Jóhannsson vale la pena de ser escuchada también por sí misma. (Y ya que
de ciencia ficción se trata, hay que comparar la inteligente película
que es La llegada con el bodrio impresentable que es Pasajeros, de Morten Tyldum). La buena noticia es que hacia el fin de 2016, la música de La llegada
fue lanzada al mercado en un disco compacto que, venturosamente, ha
circulado con amplitud. Un detalle, no menor, que avala en buena medida
la calidad de la música de Jóhannsson para el filme de Denis Villeneuve,
es que apareció con el sello de la Deutsche Grammophon, que no suele
imprimir y poner en circulación cualquier cosa. Más allá de la evidente
diferencia de géneros fílmicos, la distancia que hay (y que se escucha)
entre la música de Hurwitz y la de Jóhannsson es abismal, tan abismal
como la distancia que hay entre nuestros primitivos lenguajes terrícolas
y la sofisticada forma de comunicación de los visitantes heptápodos.
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