Arte y tiempo
Raúl Díaz
Damián vive en una casa con
nombre, por eso mismo es distinta a las demás, aunque sea igual. La
diferencia que le da el nombre El Descanso hace también que sus
ocupantes, iguales a los demás hombres y mujeres del pueblo, sean
también distintos, porque, a diferencia de los vecinos de siempre, por
lo menos los que Damián conoce –porque solo tendrá unos seis o siete
años–, siempre son diferentes: un día son Pablo y Juan, al otro son
Pedro y María o Jacinta y Sebastián; de todos modos Damián los recuerda a
todos y, para él, siempre están presentes, aunque estén ausentes. En su
corazón de niño los guarda a todos, y es que en otro lado no cabrían.
Como no sabe contar, ni le preocupa, no sabe que, a sus poquitos años,
ha conocido a cientos, quizás hasta miles de Juanes, Pedros, Jacintas o
Emilias, ya que cada día pasan otros y otros; algunos hasta se quedan
por días, pero, como los demás, se ausentan, pero a él no se le olvidan y
puede decir quién era quién.
Son los mismos o, si no lo son, por lo menos son iguales, todos traen
la misma camisa, pantalón o falda, y los mismos tenis. Todos andan
cargando el mismo miedo, la misma hambre y la misma ilusión de que al
llegar allá todo eso va cambiar y van a poder comer sin que un policía, narco o
soldado los mate o los aprese. Todos son iguales y sienten igual porque
las condiciones de donde vienen son iguales y su ilusión es idéntica en
todos.
Muchos, cientos, miles a lo largo de los años se encaraman en La
Bestia, que con su rugido aterrador pasa diariamente a pocos metros de
la casa de Damián, disminuyendo apenas su velocidad, también tremenda,
momento en que su mamá aprovecha para lanzarles paquetes de comida que,
con su peculio y el de otras generosas matronas como ella, prepara día a
día para aliviar, así sea mínimamente, el hambre de los migrantes que,
perdida toda esperanza de mitigarla en su lugar de origen, se lanzan a
la tenebrosa aventura de buscar una hipotética vida mejor allá en el
norte.
Ignoran, y si no lo ignoran tampoco les importa ni los detiene, que
cientos de otros como ellos no llegaron jamás a su destino. Las
turbulentas aguas del río divisorio, las candentes arenas del desierto o
las balas oficiales o ilegales se encargaron de truncar su vano sueño.
Pero Damián no sabe nada de esto, él sólo sabe que Juan, Pedro, María
o Raquel son sus amigos. Efímeros, cierto, pero amables, gratos para él
y agradecidos con su madre que les proporciona El Descanso.
Poesía hecha teatro, bello canto de solidaridad humana presentado de
manera sencilla y entendible para todos sin importar que tan pequeños
sean. Los Damianes que conozcan esta bestia puede que no comprendan a
cabalidad la enorme generosidad que nos platica, pero sus padres sí,
necesariamente, tendrán que acusar recibo.
Hermosa narrativa de conducta hermosa y generosa la de estas mujeres a
las que, sin decirlo, está dedicada esta obra: Las Patronas,
chiapanecas que no atrapan a La Bestia pero, sin duda, la atemperan, la
humanizan.
Teatro que lo es en todo momento, que para nada roza el panfleto y,
sin embargo, habla claramente de un estado de cosas existente que no nos
es ajeno, al contrario, está allí pero que, magia del teatro, nos es
presentado en una forma que sólo es merecedora de aplausos.
Con la dramaturgia y dirección de Valentina Sierra y producción de la Compañía Puño de Tierra, Una bestia en mi jardín
no puede dejar de verse aunque sólo tiene dos funciones a la semana,
sábados y domingos a las 12:30 del medio día en el teatro Isabela
Corona, de Tlatelolco.
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