Sin la acción concertada de los sectores progresistas y democráticos, y de la comunidad internacional se puede perder esta oportunidad. No hay mucho tiempo. Por ello, en los próximos días, es necesario lanzar una apuesta política vigorosa y audaz que nos permita encontrarle salida al pavoroso conflicto que hoy nos ha llevado a tomarnos las calles de Colombia.
Piedad Córdoba Ruíz*
Estos días los medios de comunicación, tanto como los-as ciudadanos que en todo el país son solidarios con mi trabajo humanitario y democrático, han indagado de manera insistente mi opinión frente a la "marcha", convocada este 20 de julio para clamar por la liberación de los ciudadanos secuestrados por los grupos armados al margen de la ley y, al propio tiempo, celebrar la libertad de un grupo de compatriotas, encabezados por Ingrid Betancur y tres ciudadanos norteamericanos.
He manifestado que, independientemente de cuál sea el ropaje político y el aprovechamiento propagandístico –con el sabor y el olor plebiscitario- que algunos quieran darle, es preciso que los espíritus democráticos y progresistas de todos los sectores, expresemos de manera sincera nuestro deseo de libertad para quienes tristemente padecen el inhumano cautiverio.
Por haber experimentado los rigores del secuestro sé lo doloroso de ese flagelo y la congoja que irradia en el entorno familiar y social, por ello he tratado de hacer los mejores esfuerzos por impulsar liberaciones.
Muchas privaciones e incomprensiones han llenado de tristeza mi alma y la de mi familia. Sin embargo, pienso que la tarea humanitaria que el destino ha puesto en mi camino, debe continuar, hasta "terminar la guerra y armar la paz".
Por ello considero que este encuentro, que yo llamaría por la paz y la convivencia, debe levantar también su mirada humanitaria hacia las otras víctimas de este terrible conflicto.
Me refiero a los millones de desplazados forzados, desaparecidos y descuartizados. A los 950 ciudadanos que en este sexenio han sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales.
A las víctimas indirectas de tanta muerte inútil, a los niños huérfanos que se aferran a la terca esperanza de vivir en paz, porque para sus duelos no hay un minuto de silencio en los estadios, ni pánico en las bolsas mercantiles.
Esta ocasión no debe servir sólo para el divertimento social, y mucho menos para agitar consignas guerreristas contra los ciudadanos desprevenidos o que representan las vocaciones convivientes de las mayorías colombianas o las significaciones imaginarias de instituciones sociales o políticas.
Sería sólo una reacción epidérmica, si no convertimos este día en un acto de fe en la democracia. Esa que necesitamos reinventar para sustraer a Colombia de los caminos hoy sembrados de sangre, dolor, injusticia y miseria.
La situación de Colombia está caracterizada por una profunda crisis humanitaria, por agudas tensiones sociales, severas dificultades económicas y un penoso descrédito internacional, que está demandando el ineludible y urgente compromiso de la sociedad civil organizada y de las fuerzas políticas progresistas.
Llegó, entonces, la hora de recuperar para nuestro diccionario político y social la eficacia redentora de las expresiones Democracia, Acuerdo Humanitario y Proceso de paz, porque lo que hemos "ganado" en la guerra hasta ahora, lo ha perdido la democracia.
¡6.5 puntos del PIB y 21 por ciento del presupuesto nacional en gasto militar! -sin contar los millonarios costos morales y éticos!-, y nuestras escuelas cayéndose y los hospitales cerrándose en un país sin infraestructura, sin que por ello se entristezca el alma del bloque en el poder.
La paradoja es que esos gobernantes se solazan y sienten gozo infinito con los relámpagos y los truenos de las mortíferas armas de última generación.
Es cierto que merced a esa reingeniería militar nuestra Fuerza Pública ha tomado la iniciativa comparativa y temporalmente ventajosa en la confrontación militar.
Sin embargo, para los estudiosos del conflicto aún no ha llegado el "fin del fin" de la insurgencia.
Ésta seguirá siendo alimentada por el conflicto social, la violencia, la inequidad y la corrupción que en estos tiempos ha alcanzado las cotas más altas de la historia republicana.
Y no sólo por las cuatro veces que al presidente se ha visto obligado a "ofrecer disculpas": al gobierno de el Ecuador, a la Corte Suprema de Justicia, al Presidente Hugo Chávez y, ahora, a la Cruz Roja Internacional…
Ello, desde luego, no justifica la violencia.
Como se ha dicho por los especialistas "la guerra es de perdedores" y sus costos altísimos e imprevisibles se trasladan de manera indiscriminada a toda la población.
Por ello resulta ingenuo desestimar la capacidad que aún tiene la insurgencia de perturbar la vida nacional.
No obstante la euforia colectiva -que pareciera negar toda posibilidad a un acuerdo-, los ciudadanos que han respondido las últimas encuestas, se sitúan entre un 35 y un 42 por ciento los que desean llegar a la paz mediante una salida negociada.
Y somos muchos más los que junto a ellos anhelamos la construcción de un nuevo país en paz y con justicia social.
Pero la paz no es inevitable y no depende sólo de las FARC.
Sin la acción concertada de los sectores progresistas y democráticos, y de la comunidad internacional se puede perder esta oportunidad. No hay mucho tiempo. Por ello, en los próximos días, es necesario lanzar una apuesta política vigorosa y audaz que nos permita encontrarle salida al pavoroso conflicto que hoy nos ha llevado a tomarnos las calles de Colombia.
La calle es libertad, no status quo ¡
*Senadora de la república de Colombia y Presidenta del movimiento socialdemócrata "Poder Ciudadano"
Poder Ciudadano/ Colombia Plural
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