Los ultrapobres y la insensibilidad del sistema
Contralínea“¿Qué tan ‘libre’ es un consumidor que padece hambre?”, pregunta la catedrática e investigadora del Colegio de México Araceli Damián. Durante la presentación de Morir en la miseria, la especialista en temas de pobreza señala que la investigación ha demostrado el fracaso de los programas asistenciales y la explotación que padecen los mexicanos más vulnerables
Araceli Damián*
Como especialista en el tema de la pobreza, puedo constatar que aun en temas como éste, los profesionistas que se ocupan de él asumen distintos niveles de compromiso hacia la sociedad en general y hacia los grupos en el poder. El periodismo es quizá una de las profesiones con mayor responsabilidad social; por ello, sin desconocer la existencia de mercenarias plumas que destruyen o engrandecen de acuerdo a quien sea el mejor postor, en su mayoría está conformada por hombres y mujeres que día a día nos mantienen informados del devenir nacional con bastante objetividad y que realizan su trabajo anteponiendo numerosas barreras, tanto económicas como de información. Éste es el caso de los periodistas que participaron en el proyecto que dio fruto a Morir en la miseria, libro coordinado por Miguel Badillo.
Las condiciones sociales, económicas y políticas que prevalecen en nuestro país hacen del periodismo una de las profesiones con más alto riesgo al ejercerla. Digo esto no sólo por los periodistas que han muerto tras denunciar los actos de narcotráfico y violencia, sino porque todos aquellos que se atreven a denunciar la corrupción, el tráfico de influencias y las lastimosas violaciones a los derechos humanos, incluyendo los derechos socioeconómicos, enfrentan un veto de los poderes fácticos del país, de los cuales, desgraciadamente depende el financiamiento de esta loable tarea.
Morir en la miseria aparece como invaluable testimonio del infortunado destino de quienes tienen la desgracia de nacer y morir en la pobreza ultra extrema en México, país que se jacta de ser la catorceava economía mundial, pero que, dada la mezquindad y el racismo de sus elites, no ha logrado crear las bases para que todos sus habitantes tengan una vida medianamente digna, menos aun cuando éstos son indígenas.
Morir en la miseria es una confirmación cruda de lo que apenas podemos imaginar. Desafortunadamente, las cifras que hablan de la situación de los ultrapobres mexicanos se han vuelto objeto de demagogia y se utilizan como si se tratara de contar peras o manzanas. El descaro y cinismo con el que las elites hablan de ellos quedaron develados en la reciente discusión del paquete fiscal, cuando el encargado del despacho de la Presidencia, Felipe Calderón, trató de chantajear a los ciudadanos comunes para que, en nombre de los ultrapobres, aceptaran el alza en el Impuesto al Valor Agregado.
Nuestro México es más pobre de lo que las elites suelen reconocer, como se señala en la introducción: “El trabajo es sólo una pequeña muestra de la miseria en México. Muchas otras comunidades tan miserables como las que se relatan, no son siquiera contabilizadas por los censos oficiales”. El trabajo viene a reiterar y constatar de manera cruda la evidencia de que el modelo neoliberal no ha sido capaz de ofrecer las condiciones para sacar a esta población de su indigna existencia.
¿Qué tan “libre” es un consumidor que padece hambre? Su grado de libertad es muy bajo, si no es que nulo, ya que su comportamiento está regido por la necesidad de alimentarse. Pero para los economistas tradicionales, la pobreza es un desequilibrio transitorio que tiende a corregirse mediante los mecanismos del libre mercado. Morir en la miseria muestra que la supuesta mano “libre” del mercado nunca llega a las comunidades con una pobreza extrema ancestral y que, cuando lo hace, es para socavar los pocos recursos que tienen sus pobladores, ya sea mediante la sobreexplotación de su fuerza de trabajo o la venta de alimentos chatarra y bebidas embriagantes que sólo recrudecen sus carencias. Morir en la miseria confirma que para solucionar el enorme rezago de estas comunidades, se requiere un Estado rector fuerte, comprometido con el bienestar de todos y no sólo con el de las elites.
En los distintos testimonios que se ofrecen en el libro, queda claro cómo el hambre endémica trabaja silenciosamente, en forma permanente, incrementando las tasas de mortalidad y, sin que sea reconocida esta situación oficialmente como una hambruna, afecta a casi toda la población que habita los municipios más pobres de los más pobres del país. Morir en la miseria muestra también, como señalaba Amarty Sen, que la desnutrición persistente emponzoña la existencia de la gente que probablemente no muera como resultado de ello, pero cuya habilidad para llevar una vida segura, productiva y feliz se ve severamente afectada por el debilitamiento y la morbilidad (Amartya Sen, prólogo al libro de Svedberg, Peter, Poverty and Undernutrition, Wider, Oxford University Press, 2000).
Existen algunos estudios que muestran que los individuos que padecen hambre por largos periodos ajustan su forma de vida para reducir al máximo el consumo de energía. Detrás de esta idea está el supuesto de que los pobres se acostumbran a no comer (o a mal comer), permitiendo a gobierno y elites erigir cínicos discursos sobre su preocupación sobre la situación de quienes padecen hambre, pero que en la realidad sólo utilizan como moneda de cambio en cada elección.
Ante la falta de infraestructura para comunicar a estas comunidades y de servicios de salud, los pobres ultra extremos de México literalmente se dejan morir, como narra Zósimo Camacho en su crónica de Cochoapa el Grande, Guerrero. Uno de los pobladores entrevistados afirma: “Los enfermos ya no salen. Porque además saben que se van a marear en el camino, no van aguantar y se van a morir. Harán gastar a sus familiares para nada y harán que gasten más por el traslado del cuerpo”. Salir del corazón de la montaña les lleva cuatro horas y en temporada de lluvias más de nueve horas; para sacar a sus enfermos tienen que pagar 3 mil 500 pesos por una camioneta.
El abandono oficial queda plasmado en infinidad de pasajes, como narra Érika Ramírez al referirse de las condiciones de vida que llevan los pobladores de Coicoyán, en el estado de Oaxaca. Como constata Érika, la clínica está conformada por cuartos construidos y abandonados con la palabra “salud”, resaltada en verde y azul. Enfermos que tienen que trasladarse por kilómetros para que después, a falta de medicamentos y recursos, tengan que ser dados de alta para morir en casa. Los de la tercera edad viven en ocasiones una marginación espeluznante, como nos cuenta Érika sobre Anegleto Santiago, un anciano enfermo indigente que enfrenta la suerte misma de los perros callejeros. Abandonado por la familia que migró, sin tener un lugar donde resguardarse durante la noche, vive a la deriva de lo poco que los pobres pobladores del lugar pueden ofrecerle en caridad.
Sin fuentes de empleo, los pobladores jóvenes se van al norte, no importa dejar en el olvido a la descendencia o a los padres. Así, una constante es la existencia de pueblos habitados por ancianos, niños y enfermos que tienen que librar la suerte para no morir antes que los demás. Pequeños de 12 años que quedan como jefes de hogar; niños sin adolescencia; madres que tratan de resistir enfermedades terminales para no morir y dejar huérfanos a sus hijos; padres sin la esperanza de que sus pequeños enfermos se restablezcan. Marginados por su lengua, sin dinero, sin servicios, sin traductores, sin esperanza. Como nos dice Érika, aquí los niños mueren por desnutrición; las mujeres padecen de anemia crónica y los ancianos quedan en el olvido. Los programas oficiales llegan a cuenta gotas y cuando lo hacen, dividen comunidades al dejar fuera a un porcentaje importante de los pobladores, sin que exista una razón medianamente justificable de esta exclusión. A veces la exclusión es resultado de la falta de traductores. Como se puede constatar en muchos de los reportajes, para los que migran la suerte no necesariamente es mejor, probablemente no regresan debido a que han encontrado la muerte misma en su intento por mejorar.
En materia de educación, las condiciones son francamente lamentables: niños que asisten a la escuela sin haber desayunado, infestados de parásitos, tomando clases en instalaciones deplorables, llenas de bichos, serpientes y alacranes, sin las condiciones mínimas para evitar que los menores sean expuestos a las inclemencias de climas agrestes. En ocasiones, estudiar les cuesta la vida, como narra Paulina Monroy: nos habla de la vida y muerte de los pobladores de San Martín Peras, Oaxaca, quienes han solicitado por años la construcción de un puente para que 50 alumnos atraviesen el río para llegar a la escuela, pues la temporada de lluvias cobró ya la vida de un menor. El agua también se lleva la cosecha. Pero lo peor es que en San Martín Peras “la mitad de la población ya se fue.”
Los perniciosos efectos del sistema educativo centralizado son mostrados por Nydia Egremy, que asegura que a los pobladores indígenas de Tehuipango, Veracruz, ésta les conmina a olvidar su idioma, el náhuatl y, con ello, su identidad. Como asegura una maestra entrevistada por Nydia: “Nuestros niños no son tontos ni atrasados; ocurre que los textos sólo hablan de ciudades y aquí hay piedra, sierra y veredas, no edificios. Nada se relaciona con la vida de estos chiquillos náhuatl-parlantes”.
Uno de los reportajes de Nancy Flores nos permite constatar que la pobreza es más aguda cuando se vive una séptuple discriminación como en Chalchihuitán, Chiapas: ser mujer, extremadamente pobre, indígena, monolingüe, no recibir el Oportunidades, no pertenecer ni al PRI (Partido Revolucionario Institucional) ni al PAN (Partido Acción Nacional), pero sí ser de un pueblo insurgente zapatista. Una de las pobladoras del lugar relata que “cuando se pusieron en resistencia les quitaron el derecho de ir a la clínica”, mostrando así lo criminal de las acciones de contrainsurgencia.
El conjunto de reportajes fue galardonado con el tercer lugar del Premio de Periodismo 2007, América Latina y los Objetivos del Milenio, convocado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo e Inter Press Service. El otorgamiento de este premio pone en evidencia que en la realidad México está lejos de cumplir las metas del milenio, que se basan en parámetros de ultrapobreza. En materia de muertes maternas, estamos muy lejos de cumplir la meta ya que, como nos dice Nancy, sólo en Chiapas esta causa representaba el 57.7 por ciento de las muertes femeninas en 2004. La división de las comunidades y el acoso del Estado se mezclan de manera perversa y profundizan las situaciones de ultrapobreza y discriminación.
El maquillaje de las cifras oficiales asoma inevitablemente en el doble recorrido que estos valientes periodistas hicieron al visitar dos veces las comunidades, primero en 2003 y luego en 2007. Ana Lilia Pérez advierte que la mejoría de la posición en los índices de marginación de Chanal, comunidad de Chiapas, se debió a “la pavimentación de ocho kilómetros en la cabecera municipal y la construcción de ollas de agua, que no almacenan ni las gotas del sudor… [pero que] bastaron para que este lugar obtuviera su nueva condición oficial: marginación moderada”. Lo anterior a pesar de que la comunidad es de las pocas en el mundo donde el tracoma, enfermedad que deja ciegos a quienes la padecen, no ha sido erradicado, honor que lamentablemente comparte con Haití y países del África subsahariana.
Los que nunca han existido en este país, pero que mueren en él, son los habitantes de comunidades rarámuris de la Sierra Tarahumara, Chihuahua, que como constata Zósimo Camacho tienen por casa una cueva y por agua la lluvia. Los encuestadores enviados por el gobierno, nos dice, no llegan ahí y dejan plasmada información que hizo aparentar por mucho tiempo como próspero el municipio en el que habitaban. El esfuerzo desplegado por este periodista de Contralínea permitió que a este lugar se le reconociera como el segundo municipio más miserable del país.
Todo el libro nos habla de enfermedades aceptadas como castigo de dios; pobladores enfermos cuya única esperanza de sobrevivir la encuentran en remedios naturales, tesitos y rezos. Recuerdos de migración a los Estados Unidos, lo cual si bien permitió a un habitante de Mixtla de Altamirano, Veracruz (Nydia Egremy), obtener recursos para construir un cuarto para almacenar cerveza para vender, asegura que “no volverá a ir al otro lado: la pasó muy duro.”
Obtener servicios e infraestructura bien puede valer una revolución. Así sucedió en Chanal, Chiapas, donde un hospital que carece de infraestructura básica, medicamentos y personal de salud, y la pavimentación de un camino realizado para facilitar el acceso del Ejército se pagó con sangre y vidas de los pobladores de comunidades insurgentes zapatistas, quienes superaron el misticismo religioso que los obligaba a aceptar su mala fortuna como castigo, identificando al gobierno como el causante de su pobreza extrema y como única salida, la insurrección (Ana Lilia Pérez). Ahora, ante el olvido social y el acoso oficial, la mayoría ha abandonado la lucha a cambio de unos cuantos pesos del Oportunidades y el derecho a tener, aunque de manera deficiente, servicios de salud.
Morir en la miseria termina con un epílogo de Yenise Tinoco que si bien es corto, desnuda la insensibilidad de la burocracia mexicana, ejemplificada sobre todo por el subsecretario de Desarrollo Social, Gustavo Merino Juárez, que desde sus lujosas oficinas habla de lo costoso de llevar servicios públicos al millón de pobres extremos, que según él existen en México, develando así, además, su ignorancia, ya que las propias cifras oficiales hablan de 30 millones. Su insensibilidad ante las carencias de estos mexicanos de inframundo queda mostrada cuando asegura que algunos municipios extremadamente pobres han quedado fuera de programas gubernamentales por problemas de metodología. Por otra parte, la no sustentabilidad de mantener centros de salud sirve de justificación a la subsecretaria de Salud, Esther Ortiz Domínguez, de la ausencia de estos servicios en tales comunidades.
Morir en la miseria es un excelente trabajo que da testimonio de las promesas incumplidas por los gobiernos emanados de la Revolución, por los tecnócratas priistas que se adueñaron de las instituciones de gobierno, por gobiernos panistas que están al servicio de los empresarios y por políticos de seudo izquierda cuyo único objetivo es hacerse de recursos para beneficio propio.
El trabajo de Miguel Badillo, Zósimo Camacho, Nydia Egremy, Nancy Flores, Paulina Monroy, Ana Lilia Pérez, Érika Ramírez y Yenise Tinoco invita a esforzarnos por construir espacios alternativos de denuncia que nos permitan superar el conformismo que nos enseña a aceptar la realidad en silencio aun cuando ésta puede ser devastadora. Invito a todos ustedes a la lectura de este documento testimonial de la injusticia que padecen millones de hombres, mujeres niños y niñas en nuestro inmensamente desigual México actual.
*Investigadora del Colegio de México, especialista en temas de pobreza
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