En este amenazado islote de laicismo en que se está convirtiendo el Distrito Federal la ley aprobada por la Asamblea Legislativa que legitima el matrimonio entre homosexuales y la posibilidad de que éstos adopten niños, ha desatado la más violenta y oscurantista embestida del gobierno, el clero y el PAN. Aunque con generosidad reconocen que los homosexuales también son seres humanos, llevan su hipocresía a condolerse de los niñitos que pudieran ser adoptados, condolencia que nunca han manifestado ante los payasitos de crucero, por ejemplo, aunque también lo hacen por la destrucción de óvulos fecundados. Científicos e intelectuales de alto nivel han tratado de explicarles cómo son las cosas, pero ellos no entienden. Yo sólo añadiría lo que todos sabemos, que algunos personajes gay del campo de la cultura y el entretenimiento adoptaron niños hace algunos años y nadie los injurió, antes se vio como acto generoso, como ahora porque entonces hacerlo no les era políticamente provechoso.
En lo que se refiere al hecho teatral, Yo soy mi propia mujer narra la vida de Lothar Berfelde, el extraño travesti de vida accidentada que con el nombre de Charlotte von Mahlsdorf –que adoptó no sólo por respetar su ser femenino sino por alejarse del recuerdo de sus años de cárcel por asesinar en un momento de ofuscación a su padre nazi y homófobo– fue ampliamente conocido en las dos partes del Berlín de la guerra y después en la postguerra por fundar el museo del mueble alemán Gründerzeit. Si bien el crimen contra su padre y actitudes como haber sido informante de la Stasi denunciando a amigos y conocidos, lanzan desagradables sombras sobre Lothar-Charlotte, el haber podido resistir en dos sistemas homófobos como el nazismo y el llamado socialismo real y luego combatido a los neonazis, convirtió al contradictorio personaje en una especie de icono de muchos movimientos gay y es por ello que vale enfrentarlo a los nuevos aires de odio que estamos viviendo. Doug Wright se basa en las memorias del travesti, llamadas como la obra, en documentos y en conversaciones con él, para narrar en su unipersonal que no necesariamente guarda la temporalidad.
En una sencilla escenografía de Sergio Villegas, que rescata algunos bellos muebles del museo, y con vestuario de Cristina Sauza, Héctor Bonilla lleva a cabo una destacada interpretación de más de treinta personajes, principalmente Charlotte y el propio autor del drama. En otras muchas ocasiones Bonilla ha llegado a sobreactuar sus papeles, enviando ciertos guiños
a los espectadores, pero ahora muestra una gran contención matizando a cada uno de los personajes de la mejor manera, lo que se debe sin duda a la necesidad de rescatar los más importantes momentos de su trayectoria y también a la dirección de Lorena Maza que le marcó muy discretos desplazamientos en su trazo para enfocarse en la actoralidad. Sin duda no es tan difícil cambiar de uno a otro rol para un actor entrenado, pero Héctor Bonilla va más allá en sutileza y yo pondría de ejemplo su ligero amaneramiento cuando encarna a Doug Wright en contraste con la tímida y serena, pero nunca amanerada Charlotte von Mahldorf.
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