Editorial La Jornada,
La declaración de la representante demócrata por California Zoe Lofgren, quien señaló que en Estados Unidos la posesión de armas es casi una religión
, obliga a ponderar la desmesurada proliferación y comercialización de arsenales en el vecino país –amparada en la anacrónica Segunda Enmienda de la Constitución y alimentada por el espíritu belicista de los recientes gobiernos de Washington y por el respaldo de los sectores más reaccionarios y chovinistas de esa nación– como uno de los impedimentos estructurales para los esfuerzos de la relación binacional contra los cárteles.
Dicha situación es ciertamente escandalosa, habida cuenta del papel central que desempeña el vecino país en la configuración de la violencia cruenta y confusa que recorre prácticamente todo el territorio nacional: Estados Unidos no sólo es el principal consumidor de drogas ilícitas en el mundo, sino también el más importante proveedor de armas de alto poder para los grupos delictivos y el principal promotor, hacia México y América Latina, de una estrategia contra las drogas que se ha revelado como fallida e improcedente.
El creciente poderío de la delincuencia organizada en México, que tanto preocupa al gobierno de Washington en el discurso, no podría explicarse sin el masivo flujo de armamento procedente del otro lado del río Bravo. Por mucho que se empeñen esfuerzos militares y policiales en el combate al narcotráfico, y se organicen encuentros bilaterales para debatir sobre el asunto, es claro que las autoridades no podrán realizar avances sustanciales en esa materia mientras no se emprendan medidas concretas y eficaces contra el lavado de dinero y el tráfico de armamento.
En esta lógica, resulta una incongruencia mayúscula que las autoridades estadunidenses lamenten en forma recurrente la violencia que se desarrolla al sur del río Bravo, agudizada a extremos alarmantes tras el arranque de la ofensiva gubernamental contra los grupos delictivos, sin que ellas mismas se muestren dispuestas a adoptar las medidas correspondientes dentro de su propio país. Lo anterior se vuelve aún más desolador si se toma en cuenta que en la nación vecina prácticamente no hay muertos, decomisos ni arrestos de líderes de este negocio ilegal, ni balaceras, ejecuciones o levantones relacionados con el narco. Pareciera, entonces, que a las autoridades estadunidenses sólo les interesa evitar que las sustancias ilícitas lleguen a sus fronteras y trasladar fuera de ellas los problemas de violencia que acarrea la persecución policiaco-militar de los cárteles de la droga.
Desde otro punto de vista, la negativa de los legisladores estadunidenses a regular la comercialización y el flujo de armamento converge con una creciente criminalización, por parte de las autoridades de la nación vecina, de los migrantes ilegales, como ocurre con la racista ley Arizona, y con la ausencia de una propuesta seria para atender ese tema de la agenda binacional. La situación equivale a que los legisladores estadunidenses garanticen para el flujo de armas una libertad que niegan a las personas: es significativo, al respecto, que la mayor porción de arsenales decomisados por las autoridades nacionales proviene de Texas y Arizona, dos estados que cuentan con un rico historial en materia de racismo y discriminación contra los migrantes que llegan del sur del río Bravo.
En suma, la reunión de Campeche ha servido para ver las asimetrías imperantes en la relación binacional, y para medir obstáculos que por hoy son un lastre fundamental para las perspectivas de restablecimiento de la legalidad, el estado de derecho y la seguridad pública en el país.
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