Sara Sefchovich
En la primera aparición de este año de la publicación de la Arquidiócesis Primada de México, en un muy fuerte editorial contra las autoridades de la capital, me llamó la atención una frase según la cual: “El legalismo en que se amparan es una muestra de su intolerancia”. Por lo visto, a los jerarcas de la Iglesia les parece malo el respeto la ley, mismo que preferirían que no existiera.
Curiosamente también la izquierda parece tener esta preferencia. O al menos eso podría inferirse de las respuestas de Alejandro Encinas al problema de su residencia en el caso de su candidatura al gobierno del estado de México.
La primera vez que se le consultó sobre el tema hace un par de meses, parecía tenerlo muy claro cuando dijo que “la candidatura estaría vulnerable por la residencia”. En estos días, sin embargo, parece haberlo resuelto sin más, pues aunque ha tenido cargos en el DF que exigían residencia y aunque vota en una casilla en el centro de Coyoacán, asegura que dicho requisito se encuentra “plenamente acreditado” y que puede mostrar residencia en el Edomex desde fines de 1978. De ser cierto esto, ¿con qué legalidad gobernó el DF? Y de no ser cierto, ¿puede ser elegible para ocupar la gubernatura de los vecinos?
En una entrevista en la que se le preguntó sobre el asunto, su respuesta fue: “Yo me atengo al juicio de los ciudadanos. Y ya discutiremos lo jurídico después”. Es decir, una vez más estamos frente al tema de que la ley se aplica o no a mi conveniencia y que insistir en el legalismo es muestra de intolerancia.
De alguna forma se trata de lo mismo: tanto derecha como izquierda parecen decirnos que no es necesario cumplir la ley, algunos porque se atienen a su particular concepto de moral y otros porque se atienen a lo que llaman “el juicio de los ciudadanos”.
Y sin embargo, de todos modos tampoco es cierto que aquello en lo que dicen sí apoyarse (y que no es la ley) lo respeten.
En el primer caso, el de quienes dicen que se atienen a su particular moral a la que consideran la única, verdadera y universal, pues hay muchos ejemplos de cómo quienes más la vociferan son los que menos la cumplen, cometiendo ilícitos que van desde pederastia hasta enriquecimiento ilícito.
Y en el segundo caso, el de quienes dicen atenerse al juicio de los ciudadanos, vemos que quienes más lo vociferan no sólo no toman en cuenta a los ciudadanos sino que incluso los reprimen si se oponen a sus acciones. Los ejemplos abundan en las obras públicas que ahora se están realizando en la capital, como la llamada supervía, el paradero del Metrobús en la colonia Narvarte y proyectos en Tláhuac, en Tlalpan, en Coyoacán, en Gustavo A. Madero y otros lugares.
La respuesta a las inconformidades ciudadanas en estos casos ha ido desde ignorar por completo a los ciudadanos e incluso a las medidas dictadas por la Comisión de Derechos Humanos del DF hasta recurrir al uso de la fuerza pública para intimidar y reprimir a los opositores a esas obras. Como dice Miguel Ángel Granados Chapa, esta reacción ha sido todo, menos lo que se espera de un gobierno democrático y de izquierda. Y agrega: ni Fox se atrevió a tanto.
Lo grave son dos cosas: la primera, constatar que en México ésta es la tónica general, pues también los empresarios deciden cuándo les conviene respetar la ley y cuándo no (por ejemplo, allí están las grandes tiendas que no pagan impuestos o no cumplen los requisitos de contratación para el personal), lo mismo que los sindicatos, medios de comunicación y cualquier grupo poderoso.
Y la segunda, constatar la manera como se toman las decisiones sobre políticas públicas en nuestro país, pues si a nadie le parece importante respetar la ley, pero tampoco le parece importante respetar lo que según ellos sí respetan —sea una idea de moral o una de participación ciudadana— eso significa que cada quien puede hacer lo que le viene en gana y que las acciones que se emprenden y los dineros que se erogan sólo se basan en el capricho de cada personaje con poder.
Y eso, sí que es aterrador.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM Curiosamente también la izquierda parece tener esta preferencia. O al menos eso podría inferirse de las respuestas de Alejandro Encinas al problema de su residencia en el caso de su candidatura al gobierno del estado de México.
La primera vez que se le consultó sobre el tema hace un par de meses, parecía tenerlo muy claro cuando dijo que “la candidatura estaría vulnerable por la residencia”. En estos días, sin embargo, parece haberlo resuelto sin más, pues aunque ha tenido cargos en el DF que exigían residencia y aunque vota en una casilla en el centro de Coyoacán, asegura que dicho requisito se encuentra “plenamente acreditado” y que puede mostrar residencia en el Edomex desde fines de 1978. De ser cierto esto, ¿con qué legalidad gobernó el DF? Y de no ser cierto, ¿puede ser elegible para ocupar la gubernatura de los vecinos?
En una entrevista en la que se le preguntó sobre el asunto, su respuesta fue: “Yo me atengo al juicio de los ciudadanos. Y ya discutiremos lo jurídico después”. Es decir, una vez más estamos frente al tema de que la ley se aplica o no a mi conveniencia y que insistir en el legalismo es muestra de intolerancia.
De alguna forma se trata de lo mismo: tanto derecha como izquierda parecen decirnos que no es necesario cumplir la ley, algunos porque se atienen a su particular concepto de moral y otros porque se atienen a lo que llaman “el juicio de los ciudadanos”.
Y sin embargo, de todos modos tampoco es cierto que aquello en lo que dicen sí apoyarse (y que no es la ley) lo respeten.
En el primer caso, el de quienes dicen que se atienen a su particular moral a la que consideran la única, verdadera y universal, pues hay muchos ejemplos de cómo quienes más la vociferan son los que menos la cumplen, cometiendo ilícitos que van desde pederastia hasta enriquecimiento ilícito.
Y en el segundo caso, el de quienes dicen atenerse al juicio de los ciudadanos, vemos que quienes más lo vociferan no sólo no toman en cuenta a los ciudadanos sino que incluso los reprimen si se oponen a sus acciones. Los ejemplos abundan en las obras públicas que ahora se están realizando en la capital, como la llamada supervía, el paradero del Metrobús en la colonia Narvarte y proyectos en Tláhuac, en Tlalpan, en Coyoacán, en Gustavo A. Madero y otros lugares.
La respuesta a las inconformidades ciudadanas en estos casos ha ido desde ignorar por completo a los ciudadanos e incluso a las medidas dictadas por la Comisión de Derechos Humanos del DF hasta recurrir al uso de la fuerza pública para intimidar y reprimir a los opositores a esas obras. Como dice Miguel Ángel Granados Chapa, esta reacción ha sido todo, menos lo que se espera de un gobierno democrático y de izquierda. Y agrega: ni Fox se atrevió a tanto.
Lo grave son dos cosas: la primera, constatar que en México ésta es la tónica general, pues también los empresarios deciden cuándo les conviene respetar la ley y cuándo no (por ejemplo, allí están las grandes tiendas que no pagan impuestos o no cumplen los requisitos de contratación para el personal), lo mismo que los sindicatos, medios de comunicación y cualquier grupo poderoso.
Y la segunda, constatar la manera como se toman las decisiones sobre políticas públicas en nuestro país, pues si a nadie le parece importante respetar la ley, pero tampoco le parece importante respetar lo que según ellos sí respetan —sea una idea de moral o una de participación ciudadana— eso significa que cada quien puede hacer lo que le viene en gana y que las acciones que se emprenden y los dineros que se erogan sólo se basan en el capricho de cada personaje con poder.
Y eso, sí que es aterrador.
sarasef@prodigy.net.mx
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