1/06/2014

Coccioli



 
Tomás Mojarro

      De joven aficionado al licor, lo abandona para volverse valedor de animalillos irracionales en desgracia y entes racionales a los que la botella convierte en animalillos patéticos. Carlo Coccioli. Yo, incómodo por la ostentación con que el Sistema apapacha a sus conversos a la hora de la muerte física (la muerte espiritual los fulminó cuando claudicaron), compruebo que muy pocos aludieron al fallecimiento de Coccioli. Ahora, en la época de ingesta desaforada de licor,  yo recuerdo al protector de dipsómanos y perracos callejeros.

“¡Ayúdeme! Si usted no me ayuda moralmente... tres días, tres noches. Si usted no me ayuda…”

         “Era de noche. Toda la tarde había llovido. La estación de las grandes lluvias es tétrica”. Y al otro lado de la línea, la anónima voz:

         “Ahora estoy lúcido, casi lúcido: ¿cuánto durará? Puedo beber hasta quince días, hasta morir”.

Creí que era una equivocación. Dije: Soy yo. Y a acudir al llamado del anónimo desesperado que desde el teléfono público, desgajado por el licor y en el límite del derrumbe final, imploraba auxilio. “Oigame con atención, le dije. ¿podrá llegar a..?”

          Que él era humilde y muy mal vestido.   Que al verlo se espantaría. “Nada me espanta”. Nada de los tantos redrojillos humanos que gracias a la humana calidad de Coccioli supieron de la resurrección de la carne hasta entonces ahogada en licor. Acudió a la cita del anónimo solicitante, como días antes con Inés, “voz de contralto”:

         “Yo no resisto el dolor, jamás supe sufrir; si para dejar la botella tuviese que sufrir, ¡ay!, no la dejaría. Pero aquí, pero aquí...”

         Aquí, sí, en el grupo Alcohólicos Anónimos, milagro del humano valimiento, hasta donde Coccioli, suave y sin turbulencias, los conducía:

         - Aquí, en “Doble A”, nos quitan la botella, pero en cambio nos dan algo: nos dan mucho. Lo que nos quitan, o mejor dicho lo que nos quitamos nosotros mismos, nos lo devuelven con creces. El enfermo alcohólico que intente eliminar la botella sin recurrir al grupo no sólo es muy probable que no lo logre, sino que también aumenta sus penas. Aquí, nosotros, vivimos con alegría. Bendito sea Dios, que da la alegría.

         Para mì su canto tiene resonancias bíblicas: “¡Cuán terrible es el grupo, cuán majestuoso, apoyado así sobre lágrimas y sangre, cuán bello, y cuán rebosante de amor! ¡Cuán bello es el grupo, cuán lleno, lleno, lleno de Dios! Bendito sea Dios que ha creado A.A., el grupo”. Aleluya, le faltó agregar. Mis valedores:

 Yo, por traer ante ustedes la memoria de Coccioli pude haber espigado en alguno de los 32 libros que nos legó el novelista italiano avecindado en México. Pude referirme a ese Fabricio Lupo que en su tiempo fue piedra de escándalo porque el escritor sacaba del “closet” el amor que por aquel entonces no se atrevía a decir su nombre. O a ese Cuauhtémoc ya tan cercano a nosotros, o a alguno de sus escritos en donde reiteraba su amor por la defensa de la vida en su mínima expresión para los insensibles: la de  los perracos, que hasta allá abarcaban su humana calidad. Preferí referirme al sub-mundo reflejado en la obra testimonial y en la propia acción personal de Coccioli, por las que siento un agradecimiento muy particular porque a cuántos habrá ayudado a salir del licor, esos tantos que en la botella habían requemado vida y futuro, autoestima y familia y dignidad, y que gracias a Coccioli y “Doble A” resucitaron, resucitan cada día. Hoy, nada más hoy, no beber. Abstemios el día de hoy. Cada día hoy. Hoy cada día. Nada más. Carlo Coccioli. (A su memoria.)

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