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Una
niña con los cabellos restirados con dipitidoo (jalea para mantener el
cabello en perfecto orden) en una cola de caballo cruel y perfecta,
sale a jugar al parque Juárez. Una pequeña y tranquila ciudad del
sureste mexicano, en el año de 1968. La “provincia” que le dicen, tan
llena de encantos. Un grupo de muchachos se reúne alrededor del
monumento a don Benito, llevan un micrófono, hablan por turnos. ¿Qué
dicen? Hablan de cárceles y asesinatos. La niña pregunta: “¿Qué dicen
esos muchachos? ¿Mataron estudiantes? ¿Quién los mató? ¿Por qué? ¿Qué
dicen, qué dicen?”. Hay adultos que sí dan una explicación: “No pasó
nada, no escuches sus mentiras, son una bola de greñudos mariguanos”.
Es
el año en el que la televisión irrumpió en las salas de algunas
familias en Tabasco. Las olimpiadas. Casi todas las niñas que juegan
juntas traen los cabellos restirados con dipitidoo. Creo que esa
gelatina y su cotidiana aplicación podría conducirnos a un análisis
interesante de los ideales de femineidad de una época. Es el año de las
olimpiadas. No sabemos más nada. Nos da por suponer que lo sabemos
todo, eso sí. Vivimos llenos de certidumbres a ultranza. La diferencia
entre los hombres y las mujeres es clarísima, rotunda, definida hasta
en sus más mínimos detalles. Hay “las mujeres decentes” y “las otras”.
Hay “las buenas familias”, y “los otros”. Pretendemos –en toda
naturalidad- que los tonos de piel definen vidas, son un destino.
El
“no es de una familia conocida” es una frase que levanta barreras casi
infranqueables. Nos sentimos buenísimas personas. ¿Cómo les digo? A una
no se le puede ocurrir que está enredada en un discurso excluyente y
discriminatorio cuando se haya convencida/o de vivir en el exacto y
correcto orden del mundo. Es un hecho: no hay ningún otro orden en
ningún otro mundo. Una mezcla de genética y designios divinos, me
imagino. Son las olimpiadas. No sabemos más nada. Natasha
Kushineskaya, arrasa con el corazón de las/los mexicanos. La niña
dipitidoo tiene aspiraciones en la vida: ganarse algo de la gracia de
Natasha, un algo de sus maravillosos desplantes en la pista, ser una
mujer “decente” y que la virgen María la libre de casarse con un
“mariguano”. Los mariguanos y las indecentes, eso sí existe, hasta en
las mejores familias.
¿Me deslizo en la ironía? Es cierto, pero
yo amé ese mundo. Era el mío. Mi único mundo conocido. No sé qué
“falló” en el camino. No lo sé. No sé por dónde otras realidades se
fueron infiltrando por las ranuras de las ventanas, atravesando las
paredes. No sé en qué momento se me ocurrió que podíamos estar
equivocados. En algo, quizá. A veces. ¿Acaso los adultos podían estar
equivocados? No sé en qué momento me convertí en una niña “rara” y
“traumatizada”, a la que ya no le interesaba ganar el maratón de las
comulgadas para coronar a la virgen el diez de mayo.
¿En qué
momento una/o se convierte en un/a traidor/a de todo aquello a lo que
ama? Creo que sucede por “defecto”. El dolor invade las fortalezas. El
dolor atraviesa los puentes levadizos que no logran retirarse a
tiempo. Hay un dolor que está hacia adentro –oh, sí, siempre está- que
fluye y se encuentra con “eso” que viene de fuera. Yo no sé cómo sucede
que un día la realidad de la injusticia social es más fuerte que todo
lo que pudieran decir Jacobo Zabludovsky y Lolita Ayala.
Yo no
sé cómo sucede que una noche a una se le derrumba su mundito en la
cabeza y sabe que no es, nunca podrá ser lo suyo ese territorio de: “Es
una fácil”. “Es un maricón”. “Lo único que quieren esos resentidos es
alborotar a la indiada”. Yo no sé en qué momento esas palabras, esa
realidad que nombra esas palabras, se escuchan como puñaladas. No es
una elección, nada más sucede. ¡Oh!, qué deseos surgen de que la
televisión se funda a la hora de las noticias. Qué deseos de llorar a
gritos en el patio del Colegio de religiosas, a mitad de la iglesia:
“Nada de esto es cristiano. Nada”. La información apenas nos llegaba.
Editada, distorsionada. Y sin embargo, por las ranuras se colaba la
incoherencia. Basta mirar tantito alrededor, se colaba.
Mirábamos
las telenovelas. El “guapo” se va a enamorar de una mujer que se dedica
al trabajo doméstico con un salario miserable, lo que es horriblemente
injusto, no porque estemos ante la explotación laboral, sino porque
ella es “güera” y entonces lo que le pasa es terrible, ¿cómo terminó en
el lado equivocado de la acera? Luego se va a descubrir que a ella de
chiquita se la robaron unos gitanos, o algo así. La vida –a través del
guapo millonario- repara la injusticia. Él la desposa y la convierte
–por fin- en una “mujer digna”, que se sienta en la sala de una casa
iluminada por candelabros de los que cuelgan largas gotas de cristal
cortado.
Yo amé ese mundo, yo lo amé, yo me aferré a él con todas mis fuerzas hasta el principio de la adolescencia.
Pero las calles se inundaban. Un “algo” invisible se deslizaba hasta la sala de la casa y escalaba los zapatitos de charol.
La vida puede ser otra cosa.
La vida está en otra parte.
Así, como si se tratara –sobre todo- de un problema geográfico.
Aquellos
tiempos, que me digo. Aquellos tiempos. México ha cambiado tanto, que
me digo. Tanto. Hay reduccionismos que ya son imposibles.
¿De veras?
Y
sin embargo, ¿cuántas veces a través de los años he cerrado los ojos
ante las notas –cotidianas- que describen feminicidios? ¿Cuántas veces
he dejado “para después”, esos mails que me hacen llegar activistas
contra la violencia de género? Miedo de asumir el horror que está allí.
Me aferro a las telenovelas que no veo, a los zapatitos de charol que
se me quedaron incrustados en el alma, al dipitidoo que no me deja
pensar.
Como si bastara con cerrar los ojos. Como si sumarnos al
silencio no fuera una manera tremenda de perpetuar el horror. Como si
se valiera tener miedo. Como si la impotencia fuera más grande que la
esperanza.
Como
un llamado inapelable para millones de personas. Como un
cuestionamiento que hiere y sangra. Como un parteaguas. Un vuelco que
habrá que ir dando, reflexionado y despacio.
Un orden que se revierte: la esperanza –hoy- es más grande que la impotencia.
La
impotencia es el resultado de millones de ciudadanos aislados hacia
adentro de sus casas. Somos más, cada vez más en las calles.
Compartiendo, conversando. Imaginando estrategias pacíficas.
Hay Méxicos
que marchan porque nos urge cambiar, entiendo “marchar” como una
actitud hacia la realidad actual. No todos pueden participar de las
marchas. Me refiero a cómo vivimos este parteaguas. ¿Es un parteaguas?
Y hay tantos otros Méxicos, tantos.
¿Cómo negarlos? Dice, escriben, piensan:
“Las
marchas de acarreados”. “¿Quién los azuza?”. “Pobres adoctrinados”.
“Qué bueno que mataron a esos zánganos”. “Que los maten para que no se
reproduzcan”. “Habrá que investigar si la violación es culpa de él, o
si ella lo provocó”. “Que regrese Díaz Ordaz”, “Resentidos y nacos”.
“Lo único que quieren es desestabilizar al país”. “¿Por qué no
educaron a como se debe a sus hijos?”. “¿Querían venir a manifestarse,
putas?”, “Deja de explicarme tonterías, yo vi las escenas en la
televisión”. ¿Van a cambiar México saqueando al Oxxo para comer
Sabritas? “Por qué no se van a vivir todos a Cuba?”. “Puras lesbianas
y rojillos muertos de hambre”.
Así va. También. Así va.
El dolor en la piel del otro… no nos alcanza. Es suyo, lo dejamos solo.
No nos basta para dolernos, para entender.
Conozco
tan bien ese México en donde el Mal sólo sucede porque alguien anda “en
malos pasos”, no trae la carga genética adecuada, no lo educaron a como
debe de ser.
Ese México que se atrinchera en la negación, aunque el desastre les muerda los dedos de los pies…
La realidad real y la “realidad” televisada
Nos
retiramos de la marcha a tres cuadras del zócalo, comenzamos a caminar
hacia Bellas Artes, vimos entrar al último contingente por la calle 5
de mayo: Feministas contra la violencia. Las mantas y pancartas
denunciaban el feminicidio, llamaban a la suma de causas
indispensables: Los 43 desaparecidos, y los miles de niñas,
adolescentes y mujeres desaparecidas y asesinadas en México.
En toda impunidad.
Esa parte de la marcha, la que avanzó durante horas por la calle de cinco de mayo, la
cerraba
la danza milenaria de un grupo de concheras. La tarde transcurrió en
paz. Amable, solidaria. Largos contingentes silenciosos. Consignas.
Música.
¿Verdad que fuimos miles y miles viviendo esa realidad?
¿Verdad que transformar la realidad de manera pacífica nos parecía/nos parece tan inminente y posible?
¿Quién podría arrancarnos la realidad real?
Uno, dos, tres, cuatro… hasta 43.
Llegamos
a casa de una amiga congeladas/os en el cuerpo, y con el corazón
tibiecito y abrigado. Las preguntas eran las que casi todas/os nos
hacemos: ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo evitar el desgaste y la
desmovilización? ¿Cómo se articula un movimiento social tan rico y
diverso? ¿Cómo vamos hacia una suma de “causas”, en la que cada
reivindicación específica de equidad y justicia sea respetada? Qué
pasmosa horizontalidad.
Encendimos la televisión.
La
marcha pacífica se había convertido en el zócalo en una oleada de
pánico y violencia. En dos frases los conductores mencionaban “la
marcha pacífica”, y de inmediato las escenas, tanto más poderosas que
las palabras, se deslizaban sólo, sólo, sólo hacia la violencia. Sin
duda cierto que un pequeño número de personas, pequeñísimo comparado
con los miles y miles que marchamos, realizaba actos de violencia.
Nos
seguimos preguntando: ¿Les pagan por destruir? ¿Están convencidos de
que la violencia es el camino? ¿Ambas realidades se suman? Retomando
las palabras de Navegaciones Pedro Miguel: “Las tres magnas columnas
que convergieron en el Zócalo marcharon impulsadas por la ausencia de
los asesinados, la incertidumbre de los desaparecidos, el dolor de los
padres; por la rabia contra los atroces, los indolentes y los
encubridores y cómplices; por la solidaridad con las comunidades
sometidas a guerras depredadoras, y por la empatía que borda tejido
social en las calles entre miles de caras desconocidas y –el agravio se
suma a la lista– por la exasperación ante la sempiterna repetición del
duelo entre toletes y provocadores: los pagados y los que, de manera
gratuita, prestan sus inestimables servicios al Estado al que dicen
odiar”.
Me permito reproducir este video grabado por Adriana Hernández en el Zócalo.
Las
escenas en la pantalla: los granaderos atacaban a “los vándalos”, y
aquello, en esa “realidad” que suelen inventar las televisoras,
parecía, quería parecer, pretendía parecer: los granaderos en la
heroica defensa de la Patria a punto de ser devastada por el “extraño
enemigo”. Nos quedamos atónitos. Las imágenes de los encapuchados se
repetían desde diversos ángulos en una interminable recreación de la
violencia.
Después corría un video que nos llevaba a los
enfrentamientos durante la marcha hacia el aeropuerto. La exhibición de
la violencia nocturna y diurna. La violencia.
¿Acaso suponen que
la realidad real se puede editar de esa manera? Lo dan por hecho. ¿Por
qué no funcionaría hoy, lo que funcionó por décadas?
No quedaba
nada de los rostros en duelo de las familias de los desaparecidos. Nada
de los cantos de los jóvenes de la escuela de música. Nada del
contingente de H.I.J.O.S. Ni del Movimiento por la Paz y la Justicia.
Encapuchados. Granaderos. Una manifestación de 30,000 personas (según
las cifras oficiales) se disolvía entre escudos, toletes, bates y
piedras.
Toda diferencia guardada porque cada circunstancia es y ha sido específica, esa noche sentí que me avasallaban varios Méxicos.
Como en una alucinación volví a ver a Natasha Kishinskaya. Etérea,
maravillosa. Volaba. Volví a ver a los “greñudos mariguanos” del parque
Juárez. No había nada que cuestionarle a las instituciones. Nada. Eran
los guardianes del bien y el orden. Alguna vez fuimos esas/os niñas/os
que miraban las noticias “y se educaban”.
Sentí un largo dolor
retrospectivo. Allí está, lo mismo. Digo evidencias, ya lo sé. En mi
casa no hay televisión, el jueves descubrí que es un error. Hay que
mirar de cerca lo que hacen con la realidad. No sólo decir: “ya sé lo
que hacen, ni para qué lo veo”.
La realidad real tras las horas
de marcha pacífica comenzó a circular de inmediato por las redes
sociales. Fotos, videos, testimonios. Los granaderos acosando y
golpeando a ciudadanas/os lejanísimos de un coctel Molotov. Pánico.
Sembrar el pánico.
Inventar el escenario de la violencia desatada.
No tienen manera, me digo, no tienen manera de arrebatarnos la realidad.
A la mañana siguiente, desde este México herido, llamé hacia otro México.
No lo pensé así, por supuesto.
-“Quieren
destruir al país, a qué intereses sirven esos pobres
manipulados?-¿Viste en la televisión lo que hicieron? No respetan nada.
Dice el periódico que eran miles, ahora la mayoría está contenida, pero
al rato comienzan todos a quemar carros, a destruir casas y
comercios. Van contra la propiedad privada. ¿Te imaginas? Odian a la
sociedad. ¿Quién los azuza? Los resentidos los envenenan contra la
sociedad”.
-“Fue una marcha pacífica e interminable”.
-“¿Pacífica? ¿Sigues sin televisión? ¡Infórmate! Si los dejan destruyen a la sociedad”.
La “sociedad”, pues.
¿Ya les dije? “La sociedad”.
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