INTERNACIONAL
Mujer sobreviviente de dictadura uruguaya da su testimonio
En 2011, 28 ex presas políticas presentaron una denuncia penal por delitos sexuales de los que fueron víctimas en diversas cárceles durante la dictadura uruguaya (1973-1985).
Una de las denunciantes es Beatriz Benzano, detenida en julio de 1972, interrogada y torturada en el Batallón de Artillería Número 5, desde donde fue llevada al Regimiento de Caballería Número 9 y luego al Penal de Punta de Rieles. A continuación, Benzano repasa el horror sufrido desde una mirada de género.
VIOLENCIA
Desde que hay guerras en el mundo se consideró siempre el cuerpo de la mujer como trofeo o como botín de guerra, para uso y abuso de los vencedores.
Pero a partir de la masiva violencia sexual contra las mujeres en los conflictos armados de la ex Yugoslavia y de Ruanda (50 mil mujeres violadas), cuando se usaron sus cuerpos no sólo como arma y como campo de batalla, sino también para limpieza étnica, haciéndoles hijos con la sangre del enemigo, la comunidad internacional reaccionó y tomó conciencia de la gravedad de los crímenes de violencia sexual, que fueron calificados como crímenes de lesa humanidad en los Tribunales Penales Internacionales para la ex Yugoslavia y para Ruanda, y después en el Estatuto de Roma y en múltiples Resoluciones de la ONU.
Durante la dictadura militar, todas las presas políticas uruguayas sufrimos en mayor o menor grado todo tipo de prácticas sexuales aberrantes y humillantes, desde la desnudez forzada y expuesta, manoseos y toqueteos, insultos y comentarios ofensivos y degradantes cuando nos hacían bañar y hacer nuestras necesidades delante de ellos, hasta la violación con o sin penetración, con palos o con bichos, con picana (electricidad) en los genitales, por muchas y repetidas veces.
Los varones también sufrieron violencia sexual, pero con las mujeres tuvo particularidades y efectos específicos.
Con ambivalencias y todo tipo de resistencias a volver a un pasado tan doloroso y a revivir el horror sufrido, y a medida que oíamos historias desgarradoras de las compañeras, fuimos viendo que el dolor y los daños que nos habían infligido a nosotras, a nuestras familias y a la sociedad toda, eran irreversibles y se prolongaban en el tiempo.
Que lo que habían hecho desde el poder del Estado y usando todo el aparato estatal, era terrorismo de Estado y sus crímenes de lesa humanidad, por atacar a la persona humana en su esencia y en su dignidad, y en ella afectar y lesionar a la humanidad entera, que pasaba a ser víctima.
Y por haber sido planificados, sistemáticos y generalizados (en todos los cuarteles, por las tres Fuerzas Armadas y por la policía, durante todos los años del terrorismo de Estado y a todas las mujeres).
Denunciar se volvió para nosotras un imperativo ético-político, un deber insoslayable de justicia y una forma de reparación.
Sin justicia no hay reparación posible. El acceso efectivo a la justicia es condición para que sean posibles tanto la reparación como la no repetición de los crímenes, que son tres derechos de las víctimas, reconocidos por todos los tratados internacionales.
HUELLA INDELEBLE
El recuerdo queda como huella permanente en la memoria del cuerpo –la sangre y las lágrimas están ahí–, y sigue aún hoy dañándonos y condicionando también la vida sexual de muchas de nosotras.
El dolor y el daño han sido tan grandes que durante más de 30 años no hemos podido decírselo a nadie, ni a la familia, ni al compañero de vida ni a la psicóloga.
Los efectos traumáticos perduran en el tiempo y recién ahora y en el grupo –quizá por los vínculos de afecto y de cuidado que se dan entre nosotras, eso tan fuerte que nos une a pesar de las diferencias políticas, generacionales y de vidas tan distintas– hemos podido ponerlo en palabras, recordando y reviviendo el horror con la voz quebrada y llanto en los ojos.
En este largo y doloroso proceso de denuncia y de reparación, escuchamos relatos de los más crueles, inimaginables y escalofriantes actos de violencia sexual contra mujeres presas: violencia sexual después de la tortura, cuando no se podía ni caminar ni tenerse en pie; a mujeres delante de sus compañeros, para castigarlos y humillarlos a los dos; a mujeres embarazadas, particularmente vulnerables, a quienes hicieron perder el producto; abortos obligados a las que dejaron embarazadas (no sabemos cuántos niños nacieron de las violaciones, ni lo terrible que pudo ser la vida de ellos y la de sus madres, en esa situación que ilustra tan bien el film “Sarajevo, mi amor”).
Partos en cautiverio de madres atadas y hostigadas; niños nacidos muertos, cuyos cuerpos nunca vieron sus madres ni fueron entregados a la familia, que plantean la interrogante de cuál fue su paradero, y muchos casos de simulacro de torturas y de violencia sexual a los hijos de las víctimas (a Angélica le hacían oír gritos y llantos de niños, diciéndole que eran sus hijos).
DEGRADACIÓN
Castigos de género por habernos salido del modelo de mujer, esposa, madre y ama de casa, y habernos metido en “cosas de hombres”, lo cual los enfurecía y más se ensañaban.
Modos de degradarnos y de destruirnos como mujeres y como personas, y de hacernos sentir “cosas” en sus manos, que podían hacer lo que querían con nosotras, que eran impunes y todopoderosos.
Esos castigos, desde que los sufrimos y hasta ahora, nos han generado dificultades en nuestra vida sexual, pesadillas, ansiedad y angustia, problemas gástricos e intestinales, etcétera.
Una compañera, de sólo pensar en denunciar la violencia sexual sufrida, empezó a tener hemorragias intestinales y desistió. Otras dos, de sólo oír el relato espeluznante de una compañera violada por varios y de las formas más degradantes, tienen problema ahora en la relación sexual con sus parejas.
Otra no puede todavía tener relaciones con su marido en las posiciones en que la forzaron a tenerlas con ellos.
Hay que hablar del tema, ponerlo sobre el tapete, que la sociedad lo conozca y lo repudie. El silencio conspira contra nosotras y a favor del criminal.
Es hora de no naturalizar más la violencia sexual (“era una fija que si nos agarraban nos iban a hacer de todo”; “bien sabíamos en lo que nos metíamos”; “los hombres pueden hacer cualquier cosa con el cuerpo de la mujer sin que se los condene”), ni minimizarla considerándola un delito “menor” con el paso del tiempo o al compararla con los “infiernos” de la tortura.
ROMPER EL SILENCIO
La violencia sexual es un crimen silenciado e invisibilizado por la humillación, la vergüenza, la culpa y el miedo a la estigmatización.
Sabemos de la estigmatización en países lejanos, pero también se da en nuestros países, a veces asociada a la revictimización y al destierro emocional. A la humillación y vergüenza que siente la mujer por lo que sufrió, se le suma la culpa –que desde Eva nos persigue a las mujeres–, y el dolor de sentirse juzgada o rechazada por su propia familia.
Una compañera sentía mucha culpa por no haberse resistido a la violación, pero no había ninguna posibilidad de resistencia frente a la fuerza bruta, en un cuerpo debilitado por el ayuno y la tortura de días, semanas, meses.
Además, habría significado más tortura, más violencia sexual, el traslado a otro cuartel para recomenzar la tortura, y/o la desaparición y la muerte, cuando no la tortura a los hijos.
Pero la culpa, la humillación y la vergüenza son sólo del violador, no nos confundamos. Por eso es oportuno mencionar también la imposibilidad de consentimiento. No puede haber un consentimiento voluntario y libre, no existe el consentimiento en esas condiciones de privación de libertad, de total indefensión y de peligro y amenaza permanentes de muerte. Sólo puede haber estrategias de supervivencia.
Ese descubrimiento le cambió la vida y la liberó a una compañera, que durante años vivió agobiada por la culpa. Para muchas, hablar de la violencia sexual sufrida y denunciarla, significó recuperar un pasado negado o bloqueado o suprimido por lo doloroso y traumático y, en el proceso, recuperar también la dignidad al ir sintiendo los efectos de la reparación.
Violada de mil formas aberrantes y torturada salvajemente durante meses, Mirta se sintió liberada cuando al fin pudo decirlo en el grupo, acompañada, con lágrimas compartidas: “Ya no me siento sucia, ahora me puedo morir tranquila”. Y murió de cáncer al poco tiempo.
Compartir relatos opera como una suerte de catarsis. Si no se habla, no se sana. Después de denunciar ante el juez, muchas de nosotras sentimos un inmenso alivio de “tarea cumplida”, de “poder al fin dormir en paz”.
LA GENITALIDAD Y EL PODER
Así como la genitalidad es el lugar del sufrimiento y de la vulnerabilidad de las mujeres, pero también el del amor, del placer y de la maravilla de dar vida, la genitalidad masculina es el símbolo del poder y de la dominación que física y culturalmente los hombres ejercen sobre las mujeres. Por eso centran ahí toda su virilidad, su autoestima y hasta su identidad, y su vida gira en torno a su buen funcionamiento.
En general la usan para su propio placer, rara vez para el amor y para el placer de otra persona. Pero cuando ejercen violencia sexual, lamentablemente hacen un tan mal uso de ella, un uso tan perverso que los envilece y degrada como seres humanos, y los rebaja a un nivel más bajo que las bestias.
Y llegan a extremos como lo que contó una compañera: las ponían desnudas en ronda y pasaban uno tras otro frotando con su pene erecto senos y genitales, como forma de tortura. Y eyaculaban sobre nuestros rostros.
Otra compañera aún guarda en su memoria olfativa el olor del semen en su cara. ¡Y se sentían los tales machos haciéndonos esas cosas! ¡Qué poco y qué mal querían a su miembro “fetiche”! ¡Y qué ignorantes de la belleza y perfección del cuerpo humano, que se atrevían a profanar, destrozar y mutilar!
Por: Beatriz Benzano
Cimacnoticias/LaRepúblicadelasMujeres | Montevideo.-
CIMACFoto: César Martínez López
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