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Pedro Miguel
Apoyados por maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero, normalistas de Ayotzinapa tomaron ayer durante siete horas la Autopista del Sol para exigir la presentación con vida de sus 43 compañeros desaparecidosFoto Sergio Ocampo
Si en algún momento del pasado
27 de septiembre el secretario de Gobernación hubiera salido antes que
los medios a informar a la sociedad de lo ocurrido esa madrugada en
Iguala; si el procurador hubiera anunciado la atracción inmediata de
las investigaciones (basado en la premisa simple de que ninguna
delincuencia
no organizadaes capaz de asesinar a balazos a seis personas en cuestión de minutos y secuestrar a otras 43), y si el Presidente hubiera encabezado con su propia indignación la indignación social que el hecho iba a generalizar horas más tarde, tal vez el gobierno federal no estaría ahora enfrentando una situación agónica y sin salida posible. Pero será hoy, a 60 días de aquellos sucesos, cuando Peña procurará atajar con algún anuncio de algo el descontento multiplicado y exponenciado por dos meses de indolencia, omisiones, insensibilidad, mentiras, arrogancia y conatos represivos –que lejos de disuadir la protesta le dan más sustancia–, el
hubieraes irrelevante y parece ser que ya es demasiado tarde.
Por falta de visión de Estado, por interés o por lo que haya sido,
el gobierno peñista optó por preservar la red de complicidades entre el
poder público y la delincuencia organizada, que ofrece ventajas
inmediatas en materia de control político, y lanzó una vasta operación
de imagen a fin de
resolverel problema: desde la línea oficial a medios dóciles para que escamotearan a sus audiencias la información sobre la guerra en curso y sus saldos, hasta el envío de Alfredo Castillo a Michoacán para que dividiera, debilitara y cooptara la insurrección ciudadana que amenazaba con propinar una derrota decisiva a los cárteles que operan en la entidad. Si la actual administración se hubiera propuesto desde sus inicios hacer frente a la inseguridad mediante un combate decidido y profundo contra la corrupción; si hubiera cambiado de paradigma en la lucha contra la delincuencia organizada y se hubiera deslindado en forma real y efectiva del calderonato; si hubiera sido capaz de comprender las raíces políticas y sociales del narcotráfico, la pudrición institucional y la violencia, tal vez no estaríamos ahora descubriendo fosas y fosas ni exigiendo la aparición con vida de desaparecidos. Hoy, a lo que puede verse, al gobierno se le ha hecho demasiado tarde.
El peñato se entronizó como resultado de la adulteración a gran
escala de la voluntad popular, con el propósito de dar continuidad a un
programa político económico que privilegia los intereses del capital
financiero (incluidos, o no, los grandes flujos procedentes de
ganancias ilícitas) y dio por hecho que las entidades sociales que han
rechazado ese programa durante décadas carecían de relevancia:
instancias sindicales independientes, comunidades indígenas,
organizaciones políticas progresistas, causas de género, ligas
campesinas, grupos ambientalistas, movimientos estudiantiles y muchas
más. Pensó que podía pasar por encima de ellas y desentenderse de sus
demandas. A fin de cuentas, tenía a casi la totalidad del espectro
político formal (es decir, a lo que debiera ser la representación de la
pluralidad política y social) comiendo de su mano por medio del Pacto
por México. Parado sobre esas certezas, el peñato emprendió y consumó
sus reformas estructurales y supuso que ello no habría de tener
consecuencias mayores en el terreno de la gobernabilidad. Si hubiera
actuado de otra manera y hubiera escuchado más allá de las bancadas
legislativas y más allá de los reportes del Cisen, tal vez habría
podido operar con más eficacia y con un mínimo de respaldo social en la
presente crisis. Pero hoy da la impresión de que ya es demasiado tarde.
Tal vez alguien dentro del régimen habría podido ver, en las
postrimerías del calderonato, que el país requiere de un proyecto
educativo que vaya más allá de liquidar la educación pública gratuita y
de propiciar la proliferación de establecimientos particulares, y de
universidadesprivadas carentes de más objetivo que el de generar utilidades, y que el campo nacional no es un
problema a resolver, sino una solución potencial para varios de los principales conflictos nacionales. Tal vez alguien habría podido decir a Peña que no se puede menospreciar el agro hasta tal punto que se le haga figurar –como lo hizo, cuando era aspirante presidencial, en el libro que le escribieron para que lo firmara– como un apartado menor del capítulo
combate a la pobreza, y que no es poniendo cajeros automáticos en localidades remotas como se debe hacer frente a la situación de los campesinos. Pero el desprecio del grupo gobernante a la educación pública y al campo no podía más que producir una circunstancia de hostilidad oficial y de extremada vulnerabilidad para los alumnos de una escuela normal rural, y hoy resulta inverosímil cualquier cambio de percepción por parte del gobierno.
Acaso Peña y su pareja habrían podido prescindir de una riqueza tan ostentosa como la que exhibe la Casa Blanca de
Lomas de Chapultepec. Tal vez él habría podido llenar desde un
principio, y en forma clara y sin ambigüedades, su declaración
patrimonial. Es razonable suponer que tuvo margen de decisión como para
rechazar cualquier trato entre su esposa y uno de los principales
beneficiarios de los contratos de obra pública en el estado de México
que él gobernaba.
Se puede pensar que convocó a sus asesores a
conciliábulos en los cuales diseñar la respuesta correcta a la
revelación de los ya célebres trastupijes inmobiliarios, y
probablemente alguien allí le aconsejó que hiciera cualquier cosa,
menos decir lo que dijo: vincular el escándalo a un afán
desestabilizadory, para colmo, decirlo con una manifiesta cólera incontenida. Ciertamente, Peña tuvo la capacidad de ordenar un concurso equitativo y transparente para asignar la obra del tren rápido México-Querétaro al consorcio que ofreciera mejores condiciones para construirlo, pero el concurso fue visto como parcial y amañado y, para colmo, resultó que la firma vencedora era precisamente la que había construido a crédito la casa de su mujer. Hoy se ha cerrado cualquier margen para que el ocupante de Los Pinos ofrezca a la sociedad una explicación convincente de las irregularidades manifiestas –como la de no haber incluido en su declaración patrimonial los bienes de su cónyuge– de las sospechadas.
El gobernante soñó con encarnar la resurrección de un régimen
presidencialista vigoroso y fuerte; con ser el emblema de un PRI
renovado, joven y atractivo; con protagonizar la imagen de una nación
que rompía las ataduras con su propio pasado y se encaminaba, por fin,
al desarrollo y la modernidad. Fue una apuesta arriesgada y la perdió:
a 60 días de ocurrida la atrocidad de Iguala, Peña es visto como el
símbolo supremo de un régimen corrupto, insensible, sórdido,
autoritario y espantoso. Lo que empezó como telenovela devino farsa y
luego se volvió tragedia: la tragedia del Presidente despojado de toda
credibilidad que, aunque quisiera, no puede hacer nada bueno por sus
gobernados, salvo dimitir. Porque cualquier otra cosa que anuncie hoy,
dos meses después de perpetrada la barbarie, será tomada como un
intento por mantenerse en el cargo.
Tal vez consiga ese último propósito. De ser así, será a costa de
causar un daño desmesurado a México, a sus instituciones y a su gente.
Aún puede evitarlo, y para eso, hoy, a 60 días de los sucesos de
Iguala, no es demasiado tarde.
Twitter: @Navegaciones
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