Las
tres marchas que el pasado 20 de noviembre convergieron en el Zócalo
capitalino no fueron la columna vertebral, pero sí el epicentro de las
protestas nacionales e internacionales para protestar por la barbarie
perpetrada hace dos meses en Iguala contra los normalistas de
Ayotzinapa, por la pésima manera en la que el gobierno de Enrique Peña
Nieto ha manejado el asunto y en demanda de la localización de los 43
muchachos aún desaparecidos. Las manifestaciones se desarrollaron a la
altura: fueron masivas; fueron conmovedoras, comunicativas e
impactantes para quienes las presenciaron; presentaron de manera
ejemplar el dolor y la rabia por los agraviados pero también hicieron
gala de creatividad y de imaginación. Y fueron pacíficas.
Al acto
se encabalgó la arremetida de un pequeño grupo de embozados contra
Palacio Nacional, un episodio del que la mayoría de los participantes
en las marchas ni siquiera se enteró en el momento. Como ya es
costumbre, las policías federal y capitalina cobijaron tras sus filas a
los agresores, les dieron el margen de acción suficiente para que las
cámaras televisivas del régimen tuvieran carne para sus noticieros y a
continuación cargaron en contra de manifestantes inocentes y
viandantes, golpearon y lesionaron a decenas, capturaron a 15 y se los
llevaron como trofeo a las procuradurías General de la República y
General de Justicia del DF. Allí les inventaron cargos, los consignaron
antes del plazo legal sin darles oportunidad de llamar abogados y hoy
11 de ellos están internados en cárceles alejadas de la Ciudad de
México.
Se cumplió así un ritual delictivo organizado desde el
poder público que tuvo su función inaugural el 1º de diciembre de 2012
y que se ha repetido en forma regular desde entonces. Suman centenas
los ciudadanos que han sido víctimas de las golpizas, los secuestros
disfrazados de detención –al rescate en estos casos se le llama
fianza–, la construcción de testimonios policiales incriminadores y la
prevaricación de jueces que emiten sentencias al gusto de las
autoridades. La simulación de legalidad encubre una tarea sistemática
de intimidación de la protesta ciudadana y las capturas y
consignaciones no son producto de errores ni de falta de preparación de
las corporaciones policiales (si así fuera ya hubo tiempo más que
suficiente para corregir); por el contrario, los gobiernos federal y
local han venido emitiendo el mensaje inequívoco de que no se debe
participar en movilizaciones públicas y legales so pena de arriesgarse
a ser detenido, lesionado, vejado y convertido en reo de algún delito
inexistente. A menos, claro, que se participe en condición de agresor
embozado.
Lejos de desalentar la barbarie policial, las
autoridades federales y capitalinas las han aplaudido, han felicitado a
los uniformados agresores, les han garantizado la impunidad y se han
jactado de sus atropellos. Así, a contrapelo de los testimonios
videográficos que documentan las violaciones a la ley por parte de los
policías que agredieron a la ciudadanía el pasado 20 de noviembre en el
centro de la ciudad, el secretario de Seguridad Pública capitalino,
Jesús Rodríguez Almeida, los felicitó
por el trabajo demostrado, por el gran valor, gallardía, responsabilidad y sobre todo (porque) restablecieron el orden público le guste a quien le guste. El cinismo de la declaración es inocultable porque lo que hicieron los uniformados fue más bien colaborar con los encapuchados (o los encapuchados colaboraron con los policías) en la destrucción del orden público y legal. Allí están los videos.
Con una evidente
diferencia de grados y niveles la agresión policial contra ciudadanos
que tuvo lugar en Iguala se replica en la ciudad capital y tanto Peña
como Mancera empiezan a parecerse el uno al otro y ambos, a José Luis
Abarca, el ex munícipe ahora preso que, según la versión oficial,
ordenó la atrocidad.
En la jornada del 20 de noviembre se hizo
visible la enorme energía social nacida de la exasperación ante la
persistente conducta delictiva de las autoridades, pero también la
condición incurable y progresiva de un régimen despótico y extraviado
que hoy, le pese a quien le pese (como debió haber dicho Rodríguez
Almeida en lugar del lapsus autogratificante
le guste a quien le guste), ha terminado por contagiar al gobierno del Distrito Federal. Pero, tanto si pretendían arrastrar al grueso de los manifestantes a la violencia como si querían escarmentarlos y disuadirlos de que sigan ejerciendo sus derechos políticos, los gobernantes fracasaron: además de los seis asesinados y los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, hoy hay otras 11 víctimas de la violencia oficial y otras tantas causas de indignación; la acción de los violentos que sabiéndolo o no colaboran con la represión ha quedado abrumadoramente deslegitimada y las emboscadas policiales ya no producen miedo, sino rabia, a una ciudadanía que sigue queriendo vivos a los 43 que le faltan y libres a los 11 inocentes a los que la alquimia policiaco judicial ha transformado en culpables.
Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2014/11/25/opinion/028a1mun
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