Miguel Carbonell
La pregunta más inquietante sobre la tragedia de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos es sobre la posibilidad de que se hubiera evitado. ¿Las autoridades podrían haber hecho algo para que no se produjeran esos lamentables sucesos en la ciudad de Iguala?
La respuesta es sí: se podrían haber hecho muchas cosas, que quizá hubieran evitado esa desgracia y nos evitarían otras iguales en el futuro.
Por ejemplo, el Estado mexicano hubiera podido cumplir cabalmente con la sentencia de la Corte Interamericana del caso Rosendo Radilla Pacheco, que resolvió un caso precisamente de desaparición forzosa en el Estado de Guerrero, sucedido en 1974. En esa sentencia el tribunal interamericano le pidió desde el año 2009 a México que adoptara una serie de protocolos de actuación para evitar que se repitieran hechos parecidos y que pusieran en práctica medidas para investigar debidamente los presuntas desapariciones forzadas. Hasta el día de hoy sigue sin ser cumplida en su totalidad.
En el mismo año 2009, en la sentencia del caso “Campo Algodonero”, también la Corte Interamericana nos pidió extender los esfuerzos para evitar la desaparición y muerte de mujeres en territorio nacional. Por ejemplo, en la sentencia se pedía elaborar una base de datos de ADN para confrontar los restos hallados en fosas comunes con los datos de personas que buscaban a familiares desaparecidos. Todavía no se ha hecho, pese a que hay miles de mujeres desaparecidas desde entonces. De hecho, el feminicidio en Ciudad Juárez sigue impune, ya que no hay ningún autor material o intelectual en la cárcel pese a que algunas estimaciones indican que entre 1993 y 2003 murieron o desaparecieron en ese municipio más de 4,500 mujeres. Tienen razón quienes dicen que la impunidad mata dos veces: a la primera víctima y a las futuras cuando la autoridad no sanciona a los responsables de la primera muerte.
De la misma forma, la tragedia de los 43 normalistas se pudo haber evitado si funcionaran medianamente bien los mecanismos de revisión del gasto público. Ahora se sabe que de la nómina del municipio de Iguala, José Luis Abarca transfería entre 2 y 3 millones de pesos al mes a la organización criminal Guerreros Unidos. ¿No debería haber alguna dependencia estatal o federal encargada de revisar que esos desvíos tan evidentes y grotescos no sucedieran? ¿Cómo es que un presidente municipal puede manejar el erario con tanta arbitrariedad sin que sea sancionado por ello y sin que nadie advierta nada? ¿No hay ningún mecanismo preventivo que evite que eso suceda o incluso que siga sucediendo? ¿Todas las auditorías en ese nivel de gobierno son posteriores al ejercicio del gasto e igualmente inútiles?
También se podría haber supervisado de manera más eficaz el desempeño de los policías en los municipios de Iguala y Cocula (y de muchos otros municipios guerrerenses, seguramente). ¿Cómo es posible que el crimen organizado tenga tan infiltrados a los cuerpos policiacos municipales y no salte ninguna señal de alarma? ¿A qué se dedican entonces los miles de agentes del Cisen, de inteligencia militar, de las áreas de prevención del delito de Segob y PGR?
No sabemos cómo va a terminar lo que parece ser a todas luces una de las grandes tragedias de nuestra historia reciente (una más), pero lo cierto es que deberíamos pensar desde hoy mismo en la forma en que vamos a trabajar hacia delante para que nunca más, bajo ningún pretexto, vuelva a suceder. Y eso es algo sobre lo que las autoridades estatales y federales no han dicho nada, absolutamente nada.
Investigador del IIJ de la UNAM
@MiguelCarbonell
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