Carlos Bonfil
En poco tiempo y con
apenas dos largometrajes, David Pablos, realizador egresado del Centro
de Capacitación Cinematográfica (CCC) y autor del corto La canción de los niños muertos, se
ha vuelto una presencia insoslayable del joven cine mexicano. Su
notoriedad deriva más del puntual reconocimiento obtenido en festivales
internacionales de cine que de la promoción siempre tardía e
insuficiente en el ámbito nacional.
La vida después, su ópera prima, llega a la cartelera a dos años de haberse realizado y al mismo tiempo en que su segunda obra, Las elegidas, reconocida
en Cannes, se estrena en el Festival Internacional de Cine de Morelia
sin garantía de que no correrá, para su distribución comercial, con la
misma suerte que su trabajo anterior.
Algo muy distinto sucede con las películas mexicanas que eligen
ceñirse a fórmulas narrativas en deuda con el cine hollywoodense, sobre
todo en el campo de la comedia, para así interesar a distribuidores y
exhibidores, y tener un mínimo espacio en una cartelera llena de
blockbusters de temporada.
En ese territorio inhóspito que es para el cine nacional la cartelera comercial, La vida después (2013) podría correr una suerte tan azarosa como la de Las lágrimas, de
Pablo Delgado, estupenda propuesta intimista similar, del mismo año,
sobre la educación moral de dos hermanos enfrentados a la disfunción
familiar y a sus efectos sobre su propio equilibrio emocional. Como en
la cinta de Delgado, la trama, de corte minimalista, es también aquí
sencilla: los adolescentes Rodrigo (Rodrigo Azuela) y su hermano menor,
Samuel (Américo Hollander), deben lidiar con la desaparición de Silvia
(María Renée Prudencio), la madre crónicamente depresiva que los ha
abandonado y cuyo paradero deciden ubicar recorriendo el desierto
sonorense hasta Cananea, lugar al que parece haberse dirigido.
Los guionistas, el propio David Pablos y Gabriela Vidal, proponen un
arranque de veinte minutos para situar a los personajes en la época de
su infancia y marcar de entrada los rasgos distintivos de su formación y
su carácter. Una gran sensibilidad en el caso del risueño Samuel niño,
quien mágicamente cree poder ser invisible para los demás y por lo mismo
invulnerable, y una inquietante complejidad psicológica en un Rodrigo
menos crédulo y por momentos cruel, decidido a plantar firmemente a su
hermano menor en el terreno de las realidades cotidianas. Entre estas
últimas persisten, años después, el duelo no resuelto por la ausencia
del padre, el recuerdo de la muerte trágica del abuelo materno, y la
irrefrenable desintegración emocional de una madre consciente ya de no
poder educar y velar por sus dos hijos adolescentes.
Lo notable es cómo en este cuadro familiar que pronto deviene road movie, el
director consigue prescindir de las anécdotas y peripecias
superficiales destinadas a animar su propuesta narrativa, para
concentrarse, con un riesgo evidente, en lo que parece ser su talento
indiscutible, la fina observación de la conducta de sus personajes.
María Renée Prudencio había mostrado, en la comedia Club Sandwich (2013),
de Fernando Eimbcke, su enorme talento para encarnar a una madre
nerviosa y posesiva, incapaz de sobrellevar el despertar sexual de su
hijo adolescente.
En La vida después, el cambio de registro dramático no
disminuye su solvencia para interpretar a una madre, ahora ya
abiertamente depresiva, que elige la separación filial al atosigamiento
doméstico, sin perder en ello un ápice de su ternura. Desaparecida, su
presencia sigue aún viva en el ánimo de los adolescentes; en la
hosquedad de Rodrigo, como ella emocionalmente trastornado; en la
melancolía sensible de Samuel (Américo Hollander, una revelación), en
quien se demora todavía la bondad y fragilidad de la mujer cómplice
jamás llamada madre, sino sólo Silvia, como compañera de juegos y duelos
compartidos. Desaparecida, la madre sigue también viva, y su propio
perfil pareciera resumido y completado en esas dos facetas suyas que son
sus hijos continuamente enfrascados en una sorda rivalidad hecha de
rencores y conflictos no resueltos, también de inalcanzables
satisfacciones afectivas.
David Pablos trasciende el costumbrismo y las facilidades del
melodrama para elaborar un cuadro de familia donde la disfunción misma
semeja un trámite necesario para alcanzar una madurez moral. La vida
después es un notable ejercicio de observación psicológica, lejos por
supuesto del entretenimiento convencional, más lejos aún de las grandes
gratificaciones en taquilla.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y salas comerciales.
Twitter: @CarlosBonfil1
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