Guillermo Almeyra
El ATP o Acuerdo
Transpacífico de Asociación Económica es un esfuerzo importante para
convertir al Pacífico en un lago estadunidense, barrer todo obstáculo al
libre comercio de las grandes corporaciones en detrimento de las
mayorías más pobres y de las soberanías de los países firmantes y, con
el complemento del acuerdo de libre comercio con la Unión Europea tan
resistido por millones de trabajadores del viejo continente, es también y
sobre todo un instrumento para golpear a la economía china y completar
el cerco político-militar con un cerco económico antichino.
El ATP es tenazmente resistido por los sindicatos de Estados Unidos
–que denuncian que el acuerdo reducirá los puestos de trabajo en ese
país al exportar empresas a países con regulaciones ambientales casi
inexistentes y mano de obra baratísima y legalmente indefensa– y es
también atacado por la Cepal y los ecologistas y los defensores de los
sectores más pobres de todo el mundo, como Susan George o Naomi Klein.
El texto fue negociado en secreto, incluso para los parlamentarios de
los países que lo suscriben, porque impone a escala de todos los países
una legislación protectora de los derechos de propiedad intelectual
hecha a medida de las grandes empresas y suprime, por ejemplo, la
posibilidad de que un gobierno fabrique medicamentos genéricos mucho más
baratos que los de los oligopolios farmacéuticos, condenando así a
muerte a quienes no podrán adquirir las medicinas comerciales. También
unifica a la baja las medidas de protección de la seguridad alimentaria y
de la protección legal de los trabajadores (Japón, por ejemplo, que
tenía aranceles altos para proteger su soberanía alimentaria de la
importación de arroz barato, tendrá que suprimirlos y podría quedarse
sin arrozales), abarata la importación de productos y granos
estadunidenses y favorece a las grandes empresas exportadoras de algunos
rubros alimentarios en los países dependientes (como Chile, que podrá
vender en Estados Unidos uvas producidas y exportadas por firmas de
ambos países). Por si eso fuera poco, el tratado reglamenta –a favor de
los monopolios, a los que apoya brutalmente– la discusión de las
controversias entre las empresas inversionistas y los gobiernos de los
países firmantes.
El acuerdo ha sido firmado por una serie de gobiernos vasallos de
Estados Unidos (Brunei, Chile, Singapur, Japón, Malasia, México, Perú,
además de Vietnam –deseoso de no depender de China, su vecino–, más
Estados Unidos y los gobiernos conservadores de Nueva Zelanda, Australia
y Canadá, pero el nuevo primer ministro canadiense, Justin Trudeau,
rechazó siempre la firma de ese acuerdo y no se sabe qué hará ahora).
Todos esos países recibirán más mercancías de Estados Unidos y podrán
exportar más a ese país y menos, por consiguiente, a China, aunque el
gobierno de Pekín, que se opuso siempre al ATP, podría ahora unirse al
mismo para reducir sus efectos sobre su economía y, en particular, sobre
sus exportaciones.
El ATP y el acuerdo de libre comercio con la Unión Europea son
la parte legal y comercial del cerco a China, cuya parte militar es
visible en el apoyo militar estadunidense a Taiwán y Corea del Sur, en
la reforma de la Constitución japonesa para permitir el desarrollo del
ejército y que éste y la marina puedan actuar en el exterior del país,
en la serie de bases estadunidenses en el Pacífico y en el Mar de China y
de tratados con los países ribereños de la zona, medidas que China
trata de paliar desarrollando su marina de guerra con nuevos portaviones
y ampliando sus aguas territoriales creando incluso para ello islas
artificiales. Los antiguos marinos fenicios comerciaban cuando la
relación de fuerzas no les permitía saquear en calidad de piratas; por
lo visto, para Estados Unidos nada ha cambiado en las normas
internacionales en estos últimos 3 mil años…
Al cerco oceánico a China, ésta y Rusia tratan de contraponerle una
alianza virtual y una complementación militar euroasiática. La expresión
más clara de la misma, en lo político y lo diplomático, es la
colaboración en Naciones Unidas entre Pekín y Moscú, la defensa común de
Irán, el intento chino de potenciar enormemente sus inversiones en la
industria nuclear en el Reino Unido –que trata de ser más independiente
de la Unión Europea–, los pactos militares sino-rusos y el Banco
Asiático de Inversión en Infraestructura promovido por China como rival
del Banco Asiático de Desarrollo (en manos de Washington) y del FMI y el
Banco Mundial también controlados por Estados Unidos y los grandes
capitales europeos. China, además, mostró sus músculos recientemente en
una enorme parada militar (Corea del Norte hizo lo mismo). En este
contexto debe verse la intervención rusa en Siria, país que permite a su
flota el acceso al Mediterráneo (y de ahí al Mar Rojo y al Océano
Índico) y tener protagonismo en Irán y en Asia central presionando a los
aliados de Estados Unidos en la zona (Turquía, Israel, Arabia Saudita,
Qatar y Emiratos).
La historia no se repite, pero los mismos problemas llevan a
resultados similares. En escala internacional la crisis de civilización
(económica, social, política, moral, ecológica) que hoy vivimos vuelve a
presentar los mismos monstruos de los años 30: choques de los
imperialismos, avance del racismo y del extremismo de ultraderecha en
Europa, nacionalismos xenófobos, guerras locales sin fin, gobiernos
débiles de las
democraciassin autoridad moral alguna, inestabilidad en los países dependientes de África y América Latina, derrumbe de la socialdemocracia. Para colmo, a todo eso se agrega la ceguera de la izquierda social, con sus ilusiones en Alexis Tsipras o en Podemos, o su enclaustramiento, carente de cualquier visión estratégica, en la mera actividad política o sindical local. Más que nunca al
pesimismo de la inteligenciahay que oponerle
el optimismo de la voluntad.
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